Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

June 25, 2012

Zanahorias voladoras


Está claro. Ya con esto de los azares y las coincidencias no hay más chiste ni alusión o alegoría qué seguir haciendo. Así mejor, “viajo por las calles de Oaxaca. Un loco muy flaco, muy alto, una melena roja que se agita”.
            Luego de una travesía un tanto caótica, un tanto prófuga y/o libertina, del Imperio a las colonias frutales del Sur a los Viejos Imperios y de allí al Nuevo Mundo de nuevo, un no tan joven aprendiz de escritor se encontró en una librería de viejo con el texto Zanahorias voladoras, del colombiano Antonio Ungar. En este, un joven narrador recorre países en un impulso desaforado por aprehender algo de intensidad, felicidad, o en suma, de Sentido. De La Madre Puta a otros países de la Vieja Europa —“continente en el que no se puede vivir del trabajo honrado”—, y de allí a México en busca de verdades ancestrales, el narrador finalmente regresa a Colombia, desencantado, a encarar con inercia su infelicidad, y volver a escapar. Y en toda esta travesía, recuento especular y compulso de su drama individual, aparece infaltable, ineludible, la reflexión sobre el drama nacional.
            Entonces, luego de viajar durante meses, al narrador, como al no tan joven aprendiz, le surgen algunas consideraciones sobre el ser colombiano —condición no sólo reducible al infausto pasaporte— y que, no sin ánimo autocompasivo, y no sin resentimiento, parecen descubrir muchos de los connacionales cuando andan por fuera del terruño: el Trauma nacional. Trauma, este, que no cuenta con receptor posible: incomunicable entre paisanos que no quieren oír de lo mismo, e incomunicable con extranjeros, que ni entienden ni quieren que los distraigan de sus problemáticas, a nuestros ojos minúsculas. Y, si al Trauma nacional le sumamos el de la niñez, el de haber nacido, con ese padre tan peculiar, y esa madre que no se queda atrás, y su exceso de virtudes, y de falencias, y sus presencias omnímodas, y sus ausencias, sumado a esa economía tan característica y que termina por minar cualquier iniciativa individual, o por potencializarla, traumados estamos todos, pero más los colombianos.  Así, emparentando el trauma nacional con el particular, y quizá como anhelo de sanación, para muchos, para los que pueden, para los que lo necesitan y tienen el privilegio, o las agallas, o la falta de escrúpulos, está salir, emigrar, darse el borondo internacional que habrá de cimentar no sólo la vanidad de futuras conversaciones sino también la posibilidad del anhelado destierro definitivo. Emigrar entonces —casi una práctica idiosincrática nacional—, aparece como una posible terapia ante tan compleja mescolanza de afirmaciones individuales y determinaciones familiares, nacionales y globales.

            Y nos dice Ungar de lo suyo, de la extraña conciencia nacional en que lo ha puesto el viaje y la búsqueda: “El hartazgo de todo lo demás, de todo lo que se gana uno gratis cuando tiene la desgracia de nacer en Ese país: de las masacres y las filas de muertos sin rostro y los incendios y los mutilados y los desplazados y los miserables y los hambrientos y los torturados. Que no son uno mismo pero siempre están cerca. La necesidad de huir, de creer que otro país podría curarme de esa ansiedad perpetua, de esa búsqueda desesperada de otras cosas detrás de las cosas, de la incapacidad de estar en un lugar y en un tiempo sin exigir nada más”. Pero no: lugares así no parecen disponibles a los destinados a la insatisfacción y el desencanto y, parece entonces, a la terapia le surgen voces opositoras.
            Como el narrador de la novela, el no tan joven aprendiz parece seguir los mismos pasos hastiados. Y seguidamente, y pese a sus expectativas, no es Oaxaca el lugar que brindará las respuestas ni el Sentido, ni sus ruinas prehispánicas, ni su bares otrora habitados por borrachos célebres, ni aun sus amistades. Le queda, de otro lado, poco tiempo legal de permanencia y prefiere no tener que enfrentar la burocracia surreal de Ese otro país, kafkiana, espiral, en fin. Es mejor partir.

            “Antes de que caiga la noche otro bus me saca de esa ciudad tan blanca, de gente tan limpia, de esa ciudad como imaginada. Yo soy menos que un mendigo, menos que un perro flaco. Soy mi propio fantasma. Por la ventanilla, veo a lo lejos, sobre la montaña, el espectro de las ruinas. Y lo que veo son sólo ruinas. Piedras amontonadas. La magia se ha ido. Tengo hambre. Soy yo, estoy en México y no encontré nada de nada entre esas piedras amontonadas. El cielo está nublado y no hay matices entre la humedad de las piedras”. 


Adiós México. 

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