Está claro. Ya con
esto de los azares y las coincidencias no hay más chiste ni alusión o alegoría qué seguir haciendo. Así mejor, “viajo por las calles de Oaxaca. Un
loco muy flaco, muy alto, una melena roja que se agita”.
Luego de una travesía
un tanto caótica, un tanto prófuga y/o libertina, del Imperio a las colonias frutales
del Sur a los Viejos Imperios y de allí al Nuevo Mundo de nuevo, un no tan
joven aprendiz de escritor se encontró en una librería de viejo con el texto Zanahorias
voladoras, del colombiano Antonio Ungar. En este, un joven narrador recorre
países en un impulso desaforado por aprehender algo de intensidad, felicidad, o
en suma, de Sentido. De La Madre Puta a otros países de la Vieja Europa —“continente
en el que no se puede vivir del trabajo honrado”—, y de allí a México en busca de
verdades ancestrales, el narrador finalmente regresa a Colombia, desencantado,
a encarar con inercia su infelicidad, y volver a escapar. Y en toda esta
travesía, recuento especular y compulso de su drama individual, aparece
infaltable, ineludible, la reflexión sobre el drama nacional.
Entonces, luego de viajar
durante meses, al narrador, como al no tan joven aprendiz, le surgen algunas
consideraciones sobre el ser colombiano —condición no sólo reducible al infausto
pasaporte— y que, no sin ánimo autocompasivo, y no sin
resentimiento, parecen descubrir muchos de los connacionales cuando andan por fuera
del terruño: el Trauma nacional. Trauma, este, que no cuenta con receptor
posible: incomunicable entre paisanos que no quieren oír de lo mismo, e
incomunicable con extranjeros, que ni entienden ni quieren que los distraigan de
sus problemáticas, a nuestros ojos minúsculas. Y, si al Trauma nacional le
sumamos el de la niñez, el de haber nacido, con ese padre tan peculiar, y esa
madre que no se queda atrás, y su exceso de virtudes, y de falencias, y sus
presencias omnímodas, y sus ausencias, sumado a esa economía tan característica
y que termina por minar cualquier iniciativa individual, o por potencializarla,
traumados estamos todos, pero más los colombianos. Así, emparentando el trauma nacional con el
particular, y quizá como anhelo de sanación, para muchos, para los que pueden, para
los que lo necesitan y tienen el privilegio, o las agallas, o la falta de
escrúpulos, está salir, emigrar, darse el borondo internacional que habrá de cimentar
no sólo la vanidad de futuras conversaciones sino también la posibilidad del
anhelado destierro definitivo. Emigrar entonces —casi una práctica idiosincrática
nacional—, aparece como una posible terapia ante tan compleja
mescolanza de afirmaciones individuales y determinaciones familiares,
nacionales y globales.
Y nos dice Ungar de
lo suyo, de la extraña conciencia nacional en que lo ha puesto el viaje y la
búsqueda: “El hartazgo de todo lo demás, de todo lo que se gana uno gratis
cuando tiene la desgracia de nacer en Ese país: de las masacres y las filas de
muertos sin rostro y los incendios y los mutilados y los desplazados y los
miserables y los hambrientos y los torturados. Que no son uno mismo pero
siempre están cerca. La necesidad de huir, de creer que otro país podría
curarme de esa ansiedad perpetua, de esa búsqueda desesperada de otras cosas
detrás de las cosas, de la incapacidad de estar en un lugar y en un tiempo sin
exigir nada más”. Pero no: lugares así no parecen disponibles a los destinados a la insatisfacción y el desencanto y, parece entonces, a la terapia le surgen
voces opositoras.
Como el narrador de
la novela, el no tan joven aprendiz parece seguir los mismos pasos hastiados. Y
seguidamente, y pese a sus expectativas, no es Oaxaca el lugar que brindará las
respuestas ni el Sentido, ni sus ruinas prehispánicas, ni su bares otrora habitados por
borrachos célebres, ni aun sus amistades. Le queda, de otro lado, poco tiempo
legal de permanencia y prefiere no tener que enfrentar la burocracia surreal de
Ese otro país, kafkiana, espiral, en fin. Es mejor partir.
Adiós México.
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