El Salvador y
Colombia bien podrían ser países hermanos: inseminados en acto violento y por
error por un padre autoritario e intransigente; separados al nacer; reencontrados a través de una red social en la adolescencia; embelesados por una
rubia abundante y que sólo los utiliza; distanciados inmaduramente por esa ingrata; y desde entonces, teniendo una relación cordial, incluso fraternal, pero en el distante destino de la inmigración.
Como ya lo dice el
adagio popular, “donde más abunda la desgracia, se fortalece la gracia”, y no
cabe duda de que ambos países se enorgullecen de su condición de agraciados, e
incluso el Mundo Legitimador se engolosina en repetírselo. Pero, sin autocompasión,
y por el contrario con orgullo, tal gracia se ve representada no en monerías jocosas, ni en un estado de ascensión
divina, sino reflejado, y con nacionalismo apasionado, en su criminalidad y
desorden.
Así, las
conversaciones casuales entre estos hermanos distantes pronto se tornan en
debates acalorados: que quién elabora los mejores dólares falsos, qué cuáles
militares son más bárbaros, que cuál guerrilla ha sido más inefectiva —y que,
en su caso, con el FMLN ahora en el poder, tienen el argumento ganado—; y que cuál es peor: las bandas transnacionales criminales de rastrojos
de otras guerras o las afamadas pandillas trasnacionales de Salvatruchas
o Dieciochos. Uno entonces recuerda el exterminio de la izquierda de los ochenta y noventa, pero el otro sale al paso y
repite casi la misma frase, añadiendo la supresión de
libertades; uno invoca el narcotráfico
y el primer lugar en el podio de producción de cocaína, el otro mira para el cielorraso, como evadiendo ese punto de la conversación, aunque seguidamente se
ufana de poseer la mayor red de control y distribución en el subcontinente. Uno
rebusca en su pasado y en sus decenas de miles de muertes violentas anuales, el
otro se ríe, hace mofa del pasado, y pasa con soltura a hablar del presente;
uno entonces recurre a sus periodistas, sus humoristas y sus políticos
asesinados y el otro menciona con humor negro los crímenes del mayor poeta
nacional y hasta del importante clérigo, y sólo esconde un poco la risa al
referir ese bus incendiado hace pocas semanas, con todos sus pasajeros
adentro, como recorderis a la automotora de sus responsabilidades onerosas. Y
ante la mención de tales impuestos, ya aperezado, el otro se niega a dar cuenta
de las variadas tarifas y formas de pago disponibles en su país. Y
ambos, casi en acuerdo tácito, mejor pasan por alto las cifras de
alfabetización, desnutrición y desempleo.
Un poco cansados del
tema de orden público, los
participantes, tras beber otra cerveza de mala calidad, toman un descanso y
comienzan a hablar de temas menos mediáticos. Inevitable, uno invoca la mayor
deforestación del continente después de Haití; la mayor densidad poblacional
del continente y la menor extensión territorial del mismo continente. El otro,
silenciado al principio por lo que le han parecido golpes bajos, y un poco
obnubilado por el difuso orgullo que le da su mayor grandeza territorial,
recuerda, y sube la voz para enfatizarlo, quién tiene la mayor distribución
inequitativa de la riqueza y de la tierra en el continente, quién ocupa el
segundo lugar del mundo en desplazamiento interno después de Sudán, quién tiene
las ciudades más densamente pobladas del continente, y quién —dínoslo Dios,
queremos saber— tiene una de las infraestructuras viales más atrasadas del mismo
continente. Paran, respiran, dan otro sorbo, y ya en voz baja —casi con
timidez, como borrachos perplejos—, preguntan quién ha sido el
amigo incondicional de Estados Unidos.
El alegato, pues, se
ha salido de los territorios nacionales y ha llegado el momento de ganar un
argumento: ¿quién acaso —pregunta uno airado—, tiene la tercera parte del país
en la diáspora? A lo que el otro, sin duda derrotado, piensa con desprecio
en lo que ahora le parece una cifra ínfima: sólo un quince por ciento del país vive
en el extranjero. Mierda.
Una cerveza más y
ambos hermanos, ya dicharacheros, y contrario a su habitual comportamiento, se han puesto en estado de conciliación.
Rememoran entonces las anécdotas del temor, admiración y respeto que les tienen
los países vecinos y se ríen a carcajadas; las anécdotas en que cada uno a su
vez ha sido el más malo del grupo, el más indeseado, el prisionero o,
seguidamente, el mejor trabajador, el más creativo o el más próspero. De ahí les llegan a la mente todos esos negocios que, dicen ellos, son dirigidos en
conjunto por salvadoreños y colombianos en Estados Unidos, y también les llega
a la mente un algo de las glorias futboleras, un algo de las glorias deportivas
generales, y esta es la gota que rebasa el sentimiento fraternal: tras las tres
o cuatro anécdotas posibles, lloran un poco, felices, nostálgicos, y
ordenan otra cerveza de mala calidad.
La literatura, por su
parte, y quién lo creyera, también da tema en esta conversación de
iletrados: ambos cuentan para sí, y aunque nunca los lean, y aunque en realidad
los desprecien desde las vísceras irritadas de su apasionamiento, con una
nutrida tradición de apóstatas, de cultores de la diatriba nacional, de sujetos
frustrados —dicen— que no pueden más que escribir pestes sobre sus propios
países.