Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

June 27, 2012

Glorias nacionales


El Salvador y Colombia bien podrían ser países hermanos: inseminados en acto violento y por error por un padre autoritario e intransigente; separados al nacer; reencontrados a través de una red social en la adolescencia; embelesados por una rubia abundante y que sólo los utiliza; distanciados inmaduramente por esa ingrata; y desde entonces, teniendo una relación cordial, incluso fraternal, pero en el distante destino de la inmigración.
      Como ya lo dice el adagio popular, “donde más abunda la desgracia, se fortalece la gracia”, y no cabe duda de que ambos países se enorgullecen de su condición de agraciados, e incluso el Mundo Legitimador se engolosina en repetírselo. Pero, sin autocompasión, y por el contrario con orgullo, tal gracia se ve representada no en monerías jocosas, ni en un estado de ascensión divina, sino reflejado, y con nacionalismo apasionado, en su criminalidad y desorden.
      Así, las conversaciones casuales entre estos hermanos distantes pronto se tornan en debates acalorados: que quién elabora los mejores dólares falsos, qué cuáles militares son más bárbaros, que cuál guerrilla ha sido más inefectiva —y que, en su caso, con el FMLN ahora en el poder, tienen el argumento ganado—; y que cuál es peor: las bandas transnacionales criminales de rastrojos de otras guerras o las afamadas pandillas trasnacionales de Salvatruchas o Dieciochos. Uno entonces recuerda el exterminio de la izquierda de los ochenta y noventa, pero el otro sale al paso y repite casi la misma frase, añadiendo la supresión de libertades; uno invoca el narcotráfico y el primer lugar en el podio de producción de cocaína, el otro mira para el cielorraso, como evadiendo ese punto de la conversación, aunque seguidamente se ufana de poseer la mayor red de control y distribución en el subcontinente. Uno rebusca en su pasado y en sus decenas de miles de muertes violentas anuales, el otro se ríe, hace mofa del pasado, y pasa con soltura a hablar del presente; uno entonces recurre a sus periodistas, sus humoristas y sus políticos asesinados y el otro menciona con humor negro los crímenes del mayor poeta nacional y hasta del importante clérigo, y sólo esconde un poco la risa al referir ese bus incendiado hace pocas semanas, con todos sus pasajeros adentro, como recorderis a la automotora de sus responsabilidades onerosas. Y ante la mención de tales impuestos, ya aperezado, el otro se niega a dar cuenta de las variadas tarifas y formas de pago disponibles en su país. Y ambos, casi en acuerdo tácito, mejor pasan por alto las cifras de alfabetización, desnutrición y desempleo.
      Un poco cansados del tema de orden público, los participantes, tras beber otra cerveza de mala calidad, toman un descanso y comienzan a hablar de temas menos mediáticos. Inevitable, uno invoca la mayor deforestación del continente después de Haití; la mayor densidad poblacional del continente y la menor extensión territorial del mismo continente. El otro, silenciado al principio por lo que le han parecido golpes bajos, y un poco obnubilado por el difuso orgullo que le da su mayor grandeza territorial, recuerda, y sube la voz para enfatizarlo, quién tiene la mayor distribución inequitativa de la riqueza y de la tierra en el continente, quién ocupa el segundo lugar del mundo en desplazamiento interno después de Sudán, quién tiene las ciudades más densamente pobladas del continente, y quién —dínoslo Dios, queremos saber— tiene una de las infraestructuras viales más atrasadas del mismo continente. Paran, respiran, dan otro sorbo, y ya en voz baja —casi con timidez, como borrachos perplejos—, preguntan quién ha sido el amigo incondicional de Estados Unidos.
      El alegato, pues, se ha salido de los territorios nacionales y ha llegado el momento de ganar un argumento: ¿quién acaso —pregunta uno airado—, tiene la tercera parte del país en la diáspora? A lo que el otro, sin duda derrotado, piensa con desprecio en lo que ahora le parece una cifra ínfima: sólo un quince por ciento del país vive en el extranjero. Mierda.
      Una cerveza más y ambos hermanos, ya dicharacheros, y contrario a su habitual comportamiento, se han puesto en estado de conciliación. Rememoran entonces las anécdotas del temor, admiración y respeto que les tienen los países vecinos y se ríen a carcajadas; las anécdotas en que cada uno a su vez ha sido el más malo del grupo, el más indeseado, el prisionero o, seguidamente, el mejor trabajador, el más creativo o el más próspero. De ahí les llegan a la mente todos esos negocios que, dicen ellos, son dirigidos en conjunto por salvadoreños y colombianos en Estados Unidos, y también les llega a la mente un algo de las glorias futboleras, un algo de las glorias deportivas generales, y esta es la gota que rebasa el sentimiento fraternal: tras las tres o cuatro anécdotas posibles, lloran un poco, felices, nostálgicos, y ordenan otra cerveza de mala calidad.
      La literatura, por su parte, y quién lo creyera, también da tema en esta conversación de iletrados: ambos cuentan para sí, y aunque nunca los lean, y aunque en realidad los desprecien desde las vísceras irritadas de su apasionamiento, con una nutrida tradición de apóstatas, de cultores de la diatriba nacional, de sujetos frustrados —dicen— que no pueden más que escribir pestes sobre sus propios países.

Pero ambos hermanos saben del destino de grandeza que se oculta tras sus rasgos aparentes de ingobernabilidad. Ambos esperan, agazapados pero bullosos, despertando sólo la sospecha de que su costumbre de derramar licor por las ánimas, por los caídos, es una artimaña para garantizar la continuidad de la fiesta. Desde su presencia marginalizada alrededor del mundo, ambos países, hermanos, sólo esperan, pacientes, el trinar guerrero de la guacharaca cumbiambera para, ahora sí, llevar a cabo su afán secreto de conquistar el mundo. 

June 25, 2012

Zanahorias voladoras


Está claro. Ya con esto de los azares y las coincidencias no hay más chiste ni alusión o alegoría qué seguir haciendo. Así mejor, “viajo por las calles de Oaxaca. Un loco muy flaco, muy alto, una melena roja que se agita”.
            Luego de una travesía un tanto caótica, un tanto prófuga y/o libertina, del Imperio a las colonias frutales del Sur a los Viejos Imperios y de allí al Nuevo Mundo de nuevo, un no tan joven aprendiz de escritor se encontró en una librería de viejo con el texto Zanahorias voladoras, del colombiano Antonio Ungar. En este, un joven narrador recorre países en un impulso desaforado por aprehender algo de intensidad, felicidad, o en suma, de Sentido. De La Madre Puta a otros países de la Vieja Europa —“continente en el que no se puede vivir del trabajo honrado”—, y de allí a México en busca de verdades ancestrales, el narrador finalmente regresa a Colombia, desencantado, a encarar con inercia su infelicidad, y volver a escapar. Y en toda esta travesía, recuento especular y compulso de su drama individual, aparece infaltable, ineludible, la reflexión sobre el drama nacional.
            Entonces, luego de viajar durante meses, al narrador, como al no tan joven aprendiz, le surgen algunas consideraciones sobre el ser colombiano —condición no sólo reducible al infausto pasaporte— y que, no sin ánimo autocompasivo, y no sin resentimiento, parecen descubrir muchos de los connacionales cuando andan por fuera del terruño: el Trauma nacional. Trauma, este, que no cuenta con receptor posible: incomunicable entre paisanos que no quieren oír de lo mismo, e incomunicable con extranjeros, que ni entienden ni quieren que los distraigan de sus problemáticas, a nuestros ojos minúsculas. Y, si al Trauma nacional le sumamos el de la niñez, el de haber nacido, con ese padre tan peculiar, y esa madre que no se queda atrás, y su exceso de virtudes, y de falencias, y sus presencias omnímodas, y sus ausencias, sumado a esa economía tan característica y que termina por minar cualquier iniciativa individual, o por potencializarla, traumados estamos todos, pero más los colombianos.  Así, emparentando el trauma nacional con el particular, y quizá como anhelo de sanación, para muchos, para los que pueden, para los que lo necesitan y tienen el privilegio, o las agallas, o la falta de escrúpulos, está salir, emigrar, darse el borondo internacional que habrá de cimentar no sólo la vanidad de futuras conversaciones sino también la posibilidad del anhelado destierro definitivo. Emigrar entonces —casi una práctica idiosincrática nacional—, aparece como una posible terapia ante tan compleja mescolanza de afirmaciones individuales y determinaciones familiares, nacionales y globales.

            Y nos dice Ungar de lo suyo, de la extraña conciencia nacional en que lo ha puesto el viaje y la búsqueda: “El hartazgo de todo lo demás, de todo lo que se gana uno gratis cuando tiene la desgracia de nacer en Ese país: de las masacres y las filas de muertos sin rostro y los incendios y los mutilados y los desplazados y los miserables y los hambrientos y los torturados. Que no son uno mismo pero siempre están cerca. La necesidad de huir, de creer que otro país podría curarme de esa ansiedad perpetua, de esa búsqueda desesperada de otras cosas detrás de las cosas, de la incapacidad de estar en un lugar y en un tiempo sin exigir nada más”. Pero no: lugares así no parecen disponibles a los destinados a la insatisfacción y el desencanto y, parece entonces, a la terapia le surgen voces opositoras.
            Como el narrador de la novela, el no tan joven aprendiz parece seguir los mismos pasos hastiados. Y seguidamente, y pese a sus expectativas, no es Oaxaca el lugar que brindará las respuestas ni el Sentido, ni sus ruinas prehispánicas, ni su bares otrora habitados por borrachos célebres, ni aun sus amistades. Le queda, de otro lado, poco tiempo legal de permanencia y prefiere no tener que enfrentar la burocracia surreal de Ese otro país, kafkiana, espiral, en fin. Es mejor partir.

            “Antes de que caiga la noche otro bus me saca de esa ciudad tan blanca, de gente tan limpia, de esa ciudad como imaginada. Yo soy menos que un mendigo, menos que un perro flaco. Soy mi propio fantasma. Por la ventanilla, veo a lo lejos, sobre la montaña, el espectro de las ruinas. Y lo que veo son sólo ruinas. Piedras amontonadas. La magia se ha ido. Tengo hambre. Soy yo, estoy en México y no encontré nada de nada entre esas piedras amontonadas. El cielo está nublado y no hay matices entre la humedad de las piedras”. 


Adiós México. 

June 21, 2012

El Defenestrado


Primeramente soñada como aquella en que un águila devoraría una serpiente, encontrada en el valle de los mexicas entre  grandes lagunas y dos volcanes nevados al oriente; seguidamente sede de la mítica ciudad de Tenochtitlán, construida sobre islotes artificiales rodeados de agua; luego sede imperial de los aztecas, y posteriormente sede imperial de la Nueva España en el Nuevo Mundo; después conocida como México, luego como Ciudad de México, y tras atribuciones políticas como el Distrito Federal, y tras la pereza normal de la raza como el Defe, y tras la incongruencia entre sus proyecciones soñadas y las resultantes como el Defectuoso, y tras el desencanto mayor como el Defecado, y tras su empecinada supervivencia, ya en nuestros días, como La postapocalíptica: aquella en que contra todo pronóstico bíblico lo peor ya pasó y ha incluso sobrevivido al Fin, mientras todos parecen alardear un poco de ello. 

             De haberla arrojado por una ventana, desde uno de esos edificios ultramodernos que constituyen parte de su proyecto ultramoderno, dicen algunos, habría caído en mejor forma. Pero, dicen otros, de donde cayó sin tregua —aunque dando aviso—, de donde aterrizó sin clemencia, golpeándonos y aturdiéndonos a todos con su estampida, locales y foráneos, fue desde el rascacielos inacabado de la superpoblación. Es inevitable la mención. Como se hace inevitable el encuentro con el elogiado y carismático cronista de la Ciudad de México, Carlos Monsivais, y su serie de ensayos Los rituales del caos.
            Monsivais nos previene: “En el terreno de lo visual, la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente”. Pero no es el único. Otros de sus representantes literarios, desde hace mucho, han buscado prevenirnos de ella misma, sea con sus picarescas redentoras, sus novelas visionarias o sus ensayos necropsia. Carlos fuentes, en Cristobal Nonato, nos ratifica el desconcierto: “La ciudad menos inteligente, menos previsora, más masoquista y suicida, más pendejamente pendeja de la historia del mundo”, aquella que “se hundió en su lecho pantanoso y el canal está más alto que el de nuestra mierda”. José Fernández de Lizardi, en aquel texto considerado la primera novela de América, El periquillo sarniento, no incurre en ironías ni exaltaciones cifradas de la misma pero, ya prontito, la asume como centro idóneo de corrupción, vicio, lujuria, en fin, como la ciudad que era a principios del XIX. Todos nos previenen, eso sí, pero sabemos la atracción de lo prohibido y nocivo.

            Queda poco por añadir. Baste decir que la condición postapocalíptica de la ciudad la ubica, una vez más en la historia, en una condición de deslumbrante vanguardia. El Defe no es sólo uno de los referentes culturales urbanos del mundo, ni el espacio de una de las mayores concentraciones humanas. Sus artes plásticas, escénicas, letradas, áreas investigativas, museos, manifestaciones populares, negocios y aventuras arquitectónicas, constatan su lugar en el frente de batalla. Como lo constata, también, su participación en los temas coyunturales del planeta: se acaba el agua, se acaba el abastecimiento local de comida y el problema de la superpoblación no es una cifra abstracta: sólo con montar en metro, un día cualquiera, surgen inevitables las consideraciones sobre el triunfo reproductor de la especie. La vanguardia acá pues, es la vivencia del día a día.

            Y como el relativismo general nos agolpa, no hay mal que por bien no venga. La ciudad ha producido el milagro de la indiferenciación, tal y como podría promoverlo una práctica espiritual holística, en perjuicio, eso sí, de nuestro afán de originalidad, individualidad o autenticidad. Y nos dice Monsivais: “Somos tantos que el pensamiento más excéntrico es compartido por millones. Somos tantos que a quién le importa si otro piensa igual o distinto. Somos tantos que el verdadero milagro ocurre al cerrar la puerta de la casa”.