Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

June 27, 2012

Glorias nacionales


El Salvador y Colombia bien podrían ser países hermanos: inseminados en acto violento y por error por un padre autoritario e intransigente; separados al nacer; reencontrados a través de una red social en la adolescencia; embelesados por una rubia abundante y que sólo los utiliza; distanciados inmaduramente por esa ingrata; y desde entonces, teniendo una relación cordial, incluso fraternal, pero en el distante destino de la inmigración.
      Como ya lo dice el adagio popular, “donde más abunda la desgracia, se fortalece la gracia”, y no cabe duda de que ambos países se enorgullecen de su condición de agraciados, e incluso el Mundo Legitimador se engolosina en repetírselo. Pero, sin autocompasión, y por el contrario con orgullo, tal gracia se ve representada no en monerías jocosas, ni en un estado de ascensión divina, sino reflejado, y con nacionalismo apasionado, en su criminalidad y desorden.
      Así, las conversaciones casuales entre estos hermanos distantes pronto se tornan en debates acalorados: que quién elabora los mejores dólares falsos, qué cuáles militares son más bárbaros, que cuál guerrilla ha sido más inefectiva —y que, en su caso, con el FMLN ahora en el poder, tienen el argumento ganado—; y que cuál es peor: las bandas transnacionales criminales de rastrojos de otras guerras o las afamadas pandillas trasnacionales de Salvatruchas o Dieciochos. Uno entonces recuerda el exterminio de la izquierda de los ochenta y noventa, pero el otro sale al paso y repite casi la misma frase, añadiendo la supresión de libertades; uno invoca el narcotráfico y el primer lugar en el podio de producción de cocaína, el otro mira para el cielorraso, como evadiendo ese punto de la conversación, aunque seguidamente se ufana de poseer la mayor red de control y distribución en el subcontinente. Uno rebusca en su pasado y en sus decenas de miles de muertes violentas anuales, el otro se ríe, hace mofa del pasado, y pasa con soltura a hablar del presente; uno entonces recurre a sus periodistas, sus humoristas y sus políticos asesinados y el otro menciona con humor negro los crímenes del mayor poeta nacional y hasta del importante clérigo, y sólo esconde un poco la risa al referir ese bus incendiado hace pocas semanas, con todos sus pasajeros adentro, como recorderis a la automotora de sus responsabilidades onerosas. Y ante la mención de tales impuestos, ya aperezado, el otro se niega a dar cuenta de las variadas tarifas y formas de pago disponibles en su país. Y ambos, casi en acuerdo tácito, mejor pasan por alto las cifras de alfabetización, desnutrición y desempleo.
      Un poco cansados del tema de orden público, los participantes, tras beber otra cerveza de mala calidad, toman un descanso y comienzan a hablar de temas menos mediáticos. Inevitable, uno invoca la mayor deforestación del continente después de Haití; la mayor densidad poblacional del continente y la menor extensión territorial del mismo continente. El otro, silenciado al principio por lo que le han parecido golpes bajos, y un poco obnubilado por el difuso orgullo que le da su mayor grandeza territorial, recuerda, y sube la voz para enfatizarlo, quién tiene la mayor distribución inequitativa de la riqueza y de la tierra en el continente, quién ocupa el segundo lugar del mundo en desplazamiento interno después de Sudán, quién tiene las ciudades más densamente pobladas del continente, y quién —dínoslo Dios, queremos saber— tiene una de las infraestructuras viales más atrasadas del mismo continente. Paran, respiran, dan otro sorbo, y ya en voz baja —casi con timidez, como borrachos perplejos—, preguntan quién ha sido el amigo incondicional de Estados Unidos.
      El alegato, pues, se ha salido de los territorios nacionales y ha llegado el momento de ganar un argumento: ¿quién acaso —pregunta uno airado—, tiene la tercera parte del país en la diáspora? A lo que el otro, sin duda derrotado, piensa con desprecio en lo que ahora le parece una cifra ínfima: sólo un quince por ciento del país vive en el extranjero. Mierda.
      Una cerveza más y ambos hermanos, ya dicharacheros, y contrario a su habitual comportamiento, se han puesto en estado de conciliación. Rememoran entonces las anécdotas del temor, admiración y respeto que les tienen los países vecinos y se ríen a carcajadas; las anécdotas en que cada uno a su vez ha sido el más malo del grupo, el más indeseado, el prisionero o, seguidamente, el mejor trabajador, el más creativo o el más próspero. De ahí les llegan a la mente todos esos negocios que, dicen ellos, son dirigidos en conjunto por salvadoreños y colombianos en Estados Unidos, y también les llega a la mente un algo de las glorias futboleras, un algo de las glorias deportivas generales, y esta es la gota que rebasa el sentimiento fraternal: tras las tres o cuatro anécdotas posibles, lloran un poco, felices, nostálgicos, y ordenan otra cerveza de mala calidad.
      La literatura, por su parte, y quién lo creyera, también da tema en esta conversación de iletrados: ambos cuentan para sí, y aunque nunca los lean, y aunque en realidad los desprecien desde las vísceras irritadas de su apasionamiento, con una nutrida tradición de apóstatas, de cultores de la diatriba nacional, de sujetos frustrados —dicen— que no pueden más que escribir pestes sobre sus propios países.

Pero ambos hermanos saben del destino de grandeza que se oculta tras sus rasgos aparentes de ingobernabilidad. Ambos esperan, agazapados pero bullosos, despertando sólo la sospecha de que su costumbre de derramar licor por las ánimas, por los caídos, es una artimaña para garantizar la continuidad de la fiesta. Desde su presencia marginalizada alrededor del mundo, ambos países, hermanos, sólo esperan, pacientes, el trinar guerrero de la guacharaca cumbiambera para, ahora sí, llevar a cabo su afán secreto de conquistar el mundo. 

June 25, 2012

Zanahorias voladoras


Está claro. Ya con esto de los azares y las coincidencias no hay más chiste ni alusión o alegoría qué seguir haciendo. Así mejor, “viajo por las calles de Oaxaca. Un loco muy flaco, muy alto, una melena roja que se agita”.
            Luego de una travesía un tanto caótica, un tanto prófuga y/o libertina, del Imperio a las colonias frutales del Sur a los Viejos Imperios y de allí al Nuevo Mundo de nuevo, un no tan joven aprendiz de escritor se encontró en una librería de viejo con el texto Zanahorias voladoras, del colombiano Antonio Ungar. En este, un joven narrador recorre países en un impulso desaforado por aprehender algo de intensidad, felicidad, o en suma, de Sentido. De La Madre Puta a otros países de la Vieja Europa —“continente en el que no se puede vivir del trabajo honrado”—, y de allí a México en busca de verdades ancestrales, el narrador finalmente regresa a Colombia, desencantado, a encarar con inercia su infelicidad, y volver a escapar. Y en toda esta travesía, recuento especular y compulso de su drama individual, aparece infaltable, ineludible, la reflexión sobre el drama nacional.
            Entonces, luego de viajar durante meses, al narrador, como al no tan joven aprendiz, le surgen algunas consideraciones sobre el ser colombiano —condición no sólo reducible al infausto pasaporte— y que, no sin ánimo autocompasivo, y no sin resentimiento, parecen descubrir muchos de los connacionales cuando andan por fuera del terruño: el Trauma nacional. Trauma, este, que no cuenta con receptor posible: incomunicable entre paisanos que no quieren oír de lo mismo, e incomunicable con extranjeros, que ni entienden ni quieren que los distraigan de sus problemáticas, a nuestros ojos minúsculas. Y, si al Trauma nacional le sumamos el de la niñez, el de haber nacido, con ese padre tan peculiar, y esa madre que no se queda atrás, y su exceso de virtudes, y de falencias, y sus presencias omnímodas, y sus ausencias, sumado a esa economía tan característica y que termina por minar cualquier iniciativa individual, o por potencializarla, traumados estamos todos, pero más los colombianos.  Así, emparentando el trauma nacional con el particular, y quizá como anhelo de sanación, para muchos, para los que pueden, para los que lo necesitan y tienen el privilegio, o las agallas, o la falta de escrúpulos, está salir, emigrar, darse el borondo internacional que habrá de cimentar no sólo la vanidad de futuras conversaciones sino también la posibilidad del anhelado destierro definitivo. Emigrar entonces —casi una práctica idiosincrática nacional—, aparece como una posible terapia ante tan compleja mescolanza de afirmaciones individuales y determinaciones familiares, nacionales y globales.

            Y nos dice Ungar de lo suyo, de la extraña conciencia nacional en que lo ha puesto el viaje y la búsqueda: “El hartazgo de todo lo demás, de todo lo que se gana uno gratis cuando tiene la desgracia de nacer en Ese país: de las masacres y las filas de muertos sin rostro y los incendios y los mutilados y los desplazados y los miserables y los hambrientos y los torturados. Que no son uno mismo pero siempre están cerca. La necesidad de huir, de creer que otro país podría curarme de esa ansiedad perpetua, de esa búsqueda desesperada de otras cosas detrás de las cosas, de la incapacidad de estar en un lugar y en un tiempo sin exigir nada más”. Pero no: lugares así no parecen disponibles a los destinados a la insatisfacción y el desencanto y, parece entonces, a la terapia le surgen voces opositoras.
            Como el narrador de la novela, el no tan joven aprendiz parece seguir los mismos pasos hastiados. Y seguidamente, y pese a sus expectativas, no es Oaxaca el lugar que brindará las respuestas ni el Sentido, ni sus ruinas prehispánicas, ni su bares otrora habitados por borrachos célebres, ni aun sus amistades. Le queda, de otro lado, poco tiempo legal de permanencia y prefiere no tener que enfrentar la burocracia surreal de Ese otro país, kafkiana, espiral, en fin. Es mejor partir.

            “Antes de que caiga la noche otro bus me saca de esa ciudad tan blanca, de gente tan limpia, de esa ciudad como imaginada. Yo soy menos que un mendigo, menos que un perro flaco. Soy mi propio fantasma. Por la ventanilla, veo a lo lejos, sobre la montaña, el espectro de las ruinas. Y lo que veo son sólo ruinas. Piedras amontonadas. La magia se ha ido. Tengo hambre. Soy yo, estoy en México y no encontré nada de nada entre esas piedras amontonadas. El cielo está nublado y no hay matices entre la humedad de las piedras”. 


Adiós México. 

June 21, 2012

El Defenestrado


Primeramente soñada como aquella en que un águila devoraría una serpiente, encontrada en el valle de los mexicas entre  grandes lagunas y dos volcanes nevados al oriente; seguidamente sede de la mítica ciudad de Tenochtitlán, construida sobre islotes artificiales rodeados de agua; luego sede imperial de los aztecas, y posteriormente sede imperial de la Nueva España en el Nuevo Mundo; después conocida como México, luego como Ciudad de México, y tras atribuciones políticas como el Distrito Federal, y tras la pereza normal de la raza como el Defe, y tras la incongruencia entre sus proyecciones soñadas y las resultantes como el Defectuoso, y tras el desencanto mayor como el Defecado, y tras su empecinada supervivencia, ya en nuestros días, como La postapocalíptica: aquella en que contra todo pronóstico bíblico lo peor ya pasó y ha incluso sobrevivido al Fin, mientras todos parecen alardear un poco de ello. 

             De haberla arrojado por una ventana, desde uno de esos edificios ultramodernos que constituyen parte de su proyecto ultramoderno, dicen algunos, habría caído en mejor forma. Pero, dicen otros, de donde cayó sin tregua —aunque dando aviso—, de donde aterrizó sin clemencia, golpeándonos y aturdiéndonos a todos con su estampida, locales y foráneos, fue desde el rascacielos inacabado de la superpoblación. Es inevitable la mención. Como se hace inevitable el encuentro con el elogiado y carismático cronista de la Ciudad de México, Carlos Monsivais, y su serie de ensayos Los rituales del caos.
            Monsivais nos previene: “En el terreno de lo visual, la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente”. Pero no es el único. Otros de sus representantes literarios, desde hace mucho, han buscado prevenirnos de ella misma, sea con sus picarescas redentoras, sus novelas visionarias o sus ensayos necropsia. Carlos fuentes, en Cristobal Nonato, nos ratifica el desconcierto: “La ciudad menos inteligente, menos previsora, más masoquista y suicida, más pendejamente pendeja de la historia del mundo”, aquella que “se hundió en su lecho pantanoso y el canal está más alto que el de nuestra mierda”. José Fernández de Lizardi, en aquel texto considerado la primera novela de América, El periquillo sarniento, no incurre en ironías ni exaltaciones cifradas de la misma pero, ya prontito, la asume como centro idóneo de corrupción, vicio, lujuria, en fin, como la ciudad que era a principios del XIX. Todos nos previenen, eso sí, pero sabemos la atracción de lo prohibido y nocivo.

            Queda poco por añadir. Baste decir que la condición postapocalíptica de la ciudad la ubica, una vez más en la historia, en una condición de deslumbrante vanguardia. El Defe no es sólo uno de los referentes culturales urbanos del mundo, ni el espacio de una de las mayores concentraciones humanas. Sus artes plásticas, escénicas, letradas, áreas investigativas, museos, manifestaciones populares, negocios y aventuras arquitectónicas, constatan su lugar en el frente de batalla. Como lo constata, también, su participación en los temas coyunturales del planeta: se acaba el agua, se acaba el abastecimiento local de comida y el problema de la superpoblación no es una cifra abstracta: sólo con montar en metro, un día cualquiera, surgen inevitables las consideraciones sobre el triunfo reproductor de la especie. La vanguardia acá pues, es la vivencia del día a día.

            Y como el relativismo general nos agolpa, no hay mal que por bien no venga. La ciudad ha producido el milagro de la indiferenciación, tal y como podría promoverlo una práctica espiritual holística, en perjuicio, eso sí, de nuestro afán de originalidad, individualidad o autenticidad. Y nos dice Monsivais: “Somos tantos que el pensamiento más excéntrico es compartido por millones. Somos tantos que a quién le importa si otro piensa igual o distinto. Somos tantos que el verdadero milagro ocurre al cerrar la puerta de la casa”.

March 23, 2012

Aspiración laboral

Dentro de la lucha normal por la supervivencia ––y de la que muy a mi pesar todavía no me libro––, han llegado a mi mente, no sólo algunas ideas optimistas sobre mis posibles virtudes laborales, sino además el texto Selected Stories de Robert Walser, y más en particular su “The Job Application”.
Es así que, respaldado por una autoridad literaria, me reafirmé en presentar algunos de mis rasgos más notables, en este mundo de inclemente competencia laboral, y procedí a anexar, junto a mi esquelético curriculum vitae, las siguientes observaciones personales.

Estimado Doctor X*:
Soy un joven desempleado, pobre pero honrado, y mi nombre es Sebastián. Estoy buscando un trabajo que sea cómodo y me tomo la libertad de preguntar, de manera amable y respetuosa, si tal vez usted no cuente entre sus oficinas ventiladas, luminosas y confortables, con una posición así. Sé que su compañía es grande, reconocida y prestante, por lo cual me inclino a suponer, optimista, que pueda disponer de alguna pequeña vacante para mí, fácil y entretenida, de forma que, como en una cálida madriguera, me pueda resguardar. Es importante que sepa que soy una persona óptimamente dotada para ocupar un cubículo modesto, pues soy de naturaleza delicada y, esencialmente, como un niño silencioso, respetuoso e imaginativo que se siente feliz ante la idea general de que no pido mucho, para así apropiarme de un rincón muy, muy, muy pequeño de existencia donde pueda ser útil a mi manera, y sentirme a gusto. Un espacio pequeño, silencioso y con una buena vista ha constituido siempre la materialidad de mis sueños, y sí ahora las ilusiones que tengo en usted crecen al punto de esperanzarme con que mi sueño pueda ser transformado en una viva realidad, entonces, usted tendría, en mí, al más fiel y leal de los servidores, pues yo procedería con absoluta conciencia a ejecutar con precisión y puntualidad todas mis tareas. Sin embargo, es importante que sepa, ni tareas largas ni difíciles puedo ejecutar, y mi mente se agota ante obligaciones que exijan mucha constancia. No soy una persona particularmente astuta y, ante todo, no me gusta tener que extenuar mi inteligencia. Soy más un soñador que un pensador, un cero más que una fuerza, una persona grave más que una aguda. ¿Existe en su gran compañía ––me pregunto respetuosamente––, con sus muchas dependencias y funciones subsidiarias, un tipo de trabajo que pueda yo realizar como si me encontrara en medio de un sueño? La única necesidad que conozco es la de sentirme a gusto, de modo que cada día, de ser posible, pueda agradecer a la Vida por todos sus favores. Asimismo, la ambición de llegar lejos me es desconocida; África y sus desiertos, y en parte debido a mi imaginación, no son para mí tierras extranjeras.
Así pues, ahora que sabe qué tipo de persona soy, y como ya habrá podido notar, mi escritura tiene algo de gracia, no se equivoca al pensar que no carezco en absoluto de inteligencia. Mi mente es lúcida, aunque se rehúsa a dar cuenta de cosas cuando son muchas, o demasiadas, y por ende las olvida. Soy una persona honesta y sincera, y estoy consciente de que tales valores representan un bien preciado en este mundo en el que vivimos, así que estaré a la espera, mi estimado Señor, para ver cuál será la respuesta que usted se digne a dar, a este, su respetuoso sirviente, a ratos positivamente sumiso y obediente.

*Traducción arbitraria pero fidedigna de una traducción al inglés del texto original en alemán. (¿!?)

March 09, 2012

Martes de Glamour

“Hay que cagar, el culo no es bodega”, le grita, no sin elegancia, la multitud a la Peste Negra, bastante barrigón él, quien —luego de subirse a las cuerdas y alzar los brazos con aire victorioso y descubrir, lo que parece a mi distancia, grumos de desodorante o limón enredados un sus vellos axilares—, pasa a agarrarse la entrepierna y a exhibirla al público.
             Nos encontramos en La Arena de Guadalajara, y fiel a mi reivindicación y movilidad de clases, y a lo amarrete que soy, estoy en el segundo piso, arriba, en el palco de los pobres, dividido por una malla infranqueable con los de abajo, los ricos: la primera y más visible de las inversiones de la norma social que aquí se dan. Una chica de abajo, de las ricas, no especialmente bella ni bien proporcionada en sus formas, camina, llega o se va. Es la oportunidad para la multitud en conjunto, ricos y pobres, de gritarle “vuelta, vuelta”, a lo que ella, haga lo que haga, ya no saldrá ilesa. Si da la vuelta, la multitud glamurosa gritará “esa sí es puta, esa sí es puta”. Si decide no complacer al ahora su público, le gritarán “puta y apretada, puta y apretada”. En la sección de arriba pasa un joven de rasgos pulidos y caminar airado, no especialmente audaz ni amanerado, y de nuevo, ricos y pobres aúnan fuerzas: “güero, güerito, a ti te gusta el pito”, y concluyen con un unánime “ese es joto, ese es joto” (digamos que maricón en el resto del mundo hispano). Tanto en los chistes de mi familia y mis amigos, como en la estilizada lucha libre tapatía, el meollo de la identidad parece debatirse entre putas y jotos.
             La unión de clases, sin embargo, ha sido sólo una ilusión pronta a fracturarse. Ante un amago de espectacularidad de parte de algunos ricos, los de arriba gritan voto por voto, casilla por casilla, chinguen a su madre todos los de silla, a lo que los ricos, histriónicos en la comodidad de sus asientos, gritan de regreso “pobres, pobres, chinguen a su madre, chinguen a su madre”. Cuasi símbolos culturales de sacralidad y pureza, en esta contienda las madres no saldrán ilesas. 
             Pasan las horas y dos gordos atléticos se han enfrentado. Dos parejas de enmascarados y desenmascarados se han forzado en la lona. Un joto de leotardo rosado y un luchador musculoso y poco agradable han provocado especialmente al público: el de rosado ha besado en la boca al poco agradable, y el ya desagradable ha lanzado un gargajo gigante al aire —todos lo vimos— y lo ha atrapado con su boca para luego, a  forcejeos, echárselo en la boca al joto; el juez no lo soporta y se vomita sobre la lona. Y luego, tenemos incluso oportunidad de ver a un luchador enano disfrazado de pajarraco implume, suplicar socorro mientras es asfixiado contra las cuerdas. No parece ser este el lugar propicio para demandar estándares de salubridad, ni mucho menos para la corrección política.
             Es el momento del equal opportunity y dos mujeres se enfrentan ahora. Sin ánimo de cosificación, ni de perpetuar los cánones estéticos patriarcales, es de reconocer que son bastante feas. Sólo una, la rubia teñida, mirándola de soslayo, a la distancia, entre las luces y las sombras, se salva. Su táctica consiste en mover sus carnes al aire y amenazar con quitarse la prenda superior, con lo que ya tiene asegurado el favor del público, conquistado ante ese vaivén y tremulez. Pocos parecen advertir, sin embargo, que una de sus tetas, sin intención, ha conocido la luz. Pero no es este, tampoco, un espacio para la belleza o el erotismo. 
             Pasadas las diez de la noche el espectáculo va llegando a su fin. Algunos de los de arriba comienzan a irse. Es el momento de los ricos de resarcir tanto desaire, a lo que gritan en coro: “pobres, pobres, se les va el camión, se les va el camión”. En efecto, son escasos los buses en Guadalajara que circulan después de las diez y media y no tiene sentido ahora incurrir en costos de taxis u otros. Los pobres que se quedan y no se agüitan por la hora, responden de modo reactivo y gritan unidos: “Su mamá me trajo, su mamá me trajo”. Pero los ricos ya han tomado ventaja y continúan a coro, “su mamá es mi chacha, su mamá es mi chacha”, a lo que los pobres, un poco desencajados, alcanzan sólo a gritar, “su mamá es mi novia, su mamá es mi novia”.

Carlos Monsivais, el gran cronista de la cultura popular mexicana —no propiamente accesible en su estilo para la cultura popular mexicana—, en su texto Los rituales del caos, caracteriza el espectáculo como la gran representación de la Comedia Humana, y junto a ello, como “un rito de la pobreza, de los consuelos peleoneros dentro del Gran-Desconsuelo-que-es-la-Vida”. Cita luego a Roland Barthes, que lo define como “el espectáculo del exceso, la grandilocuencia que debió ser la del teatro antiguo”, en donde no importa lo genuino de la pasión sino sus imágenes. Según esto, nos dicen, la interioridad se vacía frente al poder de los signos exteriores y tal extenuación del contenido por la forma es su característica dominante, al punto de relegar el valor de la verdad y de la moral.

             Yo, glamuroso desde hace horas, puteando, chingando y joteando, y casi haciéndole pistolas a todos en redor, no quiero ni pensar en todas esas definiciones complejas. Eso sí, me parece que se da acá, como en el carnaval, pero cada martes, un sano movimiento de catarsis colectiva. Después de todo y finalmente, no hay lucha, pero no por ello falta de emoción, o competencia, o incluso de aparente vencedor.
             Ya es tarde, la gente ha salido y me he quedado solo. Es inevitable ahora, todavía arropado bajo ese manto de indiferenciación colectiva, pretender escuchar a un público enardecido que me diferencia y grita al unísono: “solo, solo, solo como pendejo”.

February 28, 2012

Nueve días



Sin escarmentar en mi ánimo cosmopolitan, pasé una temporada con la comunidad indígena de los huicholes, en San Andrés Cohamiata, en la Sierra del Gran Nayar, entre Nayarit y Jalisco. Nueve días con sus noches durmiendo en el suelo, con frío o mucho frío, exceso de polvo y viento, rodeado de gente que no quería hablar español, y atrapado en soliloquios corrientes. Entonces, en medio de esta aparente desolación, recordé —no muy bien la verdad, que el exceso de té verde ha dejado sus secuelas— la novela Nueve Noches, del carioca Bernardo Carvalho.  
              En esta, un narrador investiga el suicidio de un prometedor antropólogo gringo que vivió —creo— con la comunidad de los krahos en la Amazonía brasilera. El narrador investigador decide él mismo internarse con esta comunidad, o lo que queda de ella cuarenta años después, pero constata que sus impresiones no concuerdan con los imaginarios aprendidos. Nos dice —creo recordar— que las prácticas familiares de los krahos son incestuosas, sus danzas y ritos ridículos, la incomodidad reina sus vidas y su comida es asquerosa. No quiere que lo toquen, ni que le corten el pelo, o lo pinten con jenipapo, o lo hagan bailar y se rían de él, y finalmente, asume como hipótesis que la insufrible vida cotidiana de esta comunidad humana arrojó al pobre gringo hacia su propia muerte.
              Mi experiencia —creo—, fue diferente, y ciertamente en poco coincide con la lectora, pero que se me excuse el acomodo. Llegué directo a la casa de Juventino el maraakame —chamán, pagé, taita, abuelo, medicine-man—, quién ya entre sueños estaba anunciado de mi llegada. Él, encargado de perpetuar los saberes ancestrales de su comunidad, hablaba con dificultad el español y lo mismo ocurría con su grupo doméstico de 25 personas. Así entonces, obligado, y decidido, intenté abrir puertas de percepción no sólo mediadas por el lenguaje verbal, con la intención genuina de aprender de ellos.
Sin embargo, de su sincretismo religioso —una mezcla de los elementos sagrados: el maíz, el peyote y el venado, junto a un altar repleto de imágenes de la virgen de Guadalupe y alguna otra imagen del dios crucificado y sangrante—, no comprehendí mucho. Sin embargo, ante la afición infantil por cazar pajaritos a pedradas y luego amarrarlos de un cinto y agitarlos en el aire para que semejen volar, presencié, cual epifanía, el espíritu creador que subyace en la niñez —tal y como nos lo enseñara Zarathustra. De su compulsión por talar árboles percibí que preparaban una fiesta multitudinaria y necesitarían fuego permanente; y entendí también que traía yo demasiados discursos urbanos que difícilmente encontraban correlación en la práctica. Y de la socialización, noche tras noche, con la familia en pleno alrededor del fuego, hablando y sólo interrumpiendo para reírse, bajo el efecto mágico de las estrellas y la fuerza indefinible de todo lo viviente, intuí que extrañaba casi filialmente una conexión a internet. De otro lado, como hablaban y reían todo el tiempo, ejecutores de una felicidad ausente de vanidad, sorna o envidia, y asimismo de silencio, más de una vez tuve que huir, ya impaciente.
              El tiempo pasaba armónicamente. Cargué agua del riachuelo a la casa, los ayudé a traer un becerro a horas de camino y pretendí partir leña con ellos, aunque mis manos delicaditas no soportaron la percusión del hacha contra el roble y, tras diez minutos, de un solo tajo, ya tenían ampollas sangrantes que me inhabilitaban. Noche tras noche junto al fuego, sin embargo, disfruté del calor de esa leña que fui incapaz de cortar. Me preguntaron qué comían en mi tierra y les respondí que el mismo maíz con los mismos frijoles y arroces y papas y aguacates y se maravillaron con la torpe descripción de lo que sería una yuca. Luego, conmovidos, explotaron en algarabía con la imagen de un “verde de todos los colores”, y el relato de las lluvias sin tregua que han azotado mi tierra en los últimos años. No supe si su reacción fue de añoranza, o de auténtica ironía.
               Los días siguieron pasando, uno tras otro como se acostumbra, y llegando a mi último día, Juventino el maraakame me hizo entender con dificultad pero certitud la imposibilidad de tomar peyote: la toma que desde hace días habíamos acordado. Según parece se contaban varios casos de ‘gringos’ viajeros que habían terminado desnudos, saltando, gritando y persiguiendo versiones de gnomos que los invitaban a seguirlos en mitad de la noche. Nada, es de reconocer, ni a él ni a su familia, les aseguraba que mi caso pudiera ser diferente. Y yo, un hombre sin entrenamiento en las altas lides espirituales ni recorrido en los caminos de la sabiduría ancestral, no pude mas que resentirme, dudar de Juventino y sus dotes y por extensión de su familia en pleno y su aparente felicidad: me llené de orgullo, vanidad, ira, y me prometí vengarme.
              La última noche, ante algunas preguntas suyas sobre mi ciudad  —mi mundo—, les di información de más sobre drogadicción, prostitución y delincuencia: bazuco, pegante, crystal meth; niños y niñas y animales domésticos; sicariato, extorsión, estupro. Sin dar tregua a sus bocas atónitas, y a sus miradas pávidas, pasé a confrontar su extraño sincretismo y pregunté que si entre ellos también era natural el matrimonio entre personas del mismo sexo, o que un hijo tuviera dos papás, o dos mamás; o que si no tenían algún pariente o amigo que hubiera nacido con el género equivocado y lo hubiera corregido, y pasé a darles algunos ejemplos de amigos y familiares. Boquiabiertos los más viejos, risueños pero acallados los más jóvenes, les di las buenas noches, hice la reverencia ante el fuego sagrado, y me fui a dormir. O mejor dicho, fui a mi tienda y solitario, sin miramientos ni culpas, me comí un paquete entero, gigante, de galletas de chocolate.

El ánimo es cambiante, sin embargo, y el orgullo pasajero: inermes frente a un mensaje contundente, inermes frente al canto. Y para que no quede duda, y para que lo entiendan ustedes también, damas y caballeros, leidis an gentlemans, ukichi eku ukari, desde San Andrés Cohamiata, en un día seco y frío como tantos, un día más y un día menos, que no importa, con ustedes, Lupe y Juventino:

                 

January 27, 2012

Desde el subsuelo

Soy un hombre enfermo. Soy un hombre despreciable. Soy un hombre de escaso atractivo físico. Pero me rehúso, desde el fondo de mi escasa voluntad, a visitar un doctor o tomar algún medicamento. Después de todo, aborrezco sin consideración ni matices el aparato de la salud en conjunto y, para mayor perjuicio, estoy enfermo pero de resentimiento.

Memorias del subsuelo, novela “adolescente” de Dostoyevski, cual drama griego en tiempos clásicos, ocasionó en mí un auténtico proceso de catarsis, o qué digo, de empatía. El texto despertó un resentimiento que sólo había venido destilándose desde hace años pero de a goticas. Y, aun después de tan fructífera lectura, no creo haber acumulado al menos un trago completo de su hiel.
             Como sea, pensé en los compañeritos de colegio en mi niñez que me hicieron sentir bruto, pobre y débil —sí, vos, Natalia hija de la chingada—; recordé aquellos del bachillerato y que se pavoneaban ruidosamente con sus estupideces —me prometí que no te escaparías, Naranjo maricón—; me exalté con el eco de los comentarios, ya en la facultad, de todos esos homúnculos care seminaristas y de inteligencia superior a la de un mosquito —ni merecen mención acá, filosofastros de la mierda. Iracundo, a este punto decidí sosegarme un poco y me preparé una agüita de manzanilla con hojas de apio, según dicen muy buena para los nervios y la presión. Quise traer recuerdos de arcoíris iridiscentes y aureolas boreales inimaginadas pero, finalmente, ya era tarde.

             Recobré mi rabia por los gringos inflados, por los commonwealths solapados, por los europeos hipócritas —todos en conjunto desde las Azores hasta los Urales—, por la plaga sin alma que son los chinos y, cómo no, por el insufrible potpurrí que es la raza cósmica latinoamericana. En esas evoqué a mi Medellín, ciudad frívola y superflua, empecinada en sus cirugías estéticas mientras se pudre y hiede en su interior. Recordé a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos, a mis primos, a los amigos de mis padres, a mis mejores amigos que no contestan emails y a los que los contestan con condescendencia; a las chicas que me dejaron plantado, a las que dejé, a mi novia, a mis profesores, a mis jefes, a mis alumnos, a mis vecinos, y en el recuerdo de todos, me regodeé a plenitud despreciándolos.

Nuestro decadente siglo XXI, agónico desde su nacimiento, no da para más. ¡Y cuánto detesto esas voces optimistas que todavía tienen fe en el progreso, o en la ciencia, o en la religión o en el arte! Así, vivo mi vida desde el encierro del viaje, aislado en un rincón cambiante, alimentándome con el consuelo inútil de que un hombre inteligente no puede llegar a ser nada con seriedad, y que sólo los imbéciles se convierten en algo.
             Y que conste, entre paréntesis, que antes del pendejo de Paul de Man, y como si tuviera alguna relevancia esta discusión, ya Dostoievsky nos decía que una autobiografía veraz es casi una imposibilidad, y que un hombre está necesariamente inclinado a mentir sobre sí.

January 22, 2012

El joven y el mar

Toda la vida oyendo hablar de El viejo y el mar, de Hemingway —ochenta paginitas que se dicen y leen fácil— y apenas ahora le arrimo el bizco. Toda la vida, además, queriendo vivir el mar a plenitud, sin afanes ni límites, como su horizonte, como el mar océano mismo.
            Combinar lecturas marítimas con la brisa de las olas, en la arena, sin embargo, no fue premeditado. Y cuando se tiene la posibilidad de instalarse cerca de la playa, y se abre el texto, ya pronto molesta ese brillo y reflejo del sol empecinado, y la insistencia de esa ola ruidosa y que no parará jamás de estrellarse contra las rocas, o el sonidillo como de cascabel del reflujo pendular que trae y se lleva cualquier posible concentración lectora. Así, concluye uno, montañero que es uno, y contradictorio y nostálgico, anhelando el aire frío de la montaña en encierro silencioso, el buen sofá donde desparramarse sin viento ni arena, y la opacidad apropiada para no encandilar más este desgastado ojo izquierdo.


 Pero decía que no hay premeditación en la conjunción de la experiencia lectora con la playera. Aunque, no por ello, las dos experiencias no puedan dialogar como señoras corteses. Y así sucede que el viejo de la novela —ya realmente viejo— y el joven lector —no tan joven como sabemos—, parecen compartir un sino que, si no trágico y poético, al menos sí melodramático.

            Santiago, el viejo pescador, lleva como 70 días sin pescar y apenas sobrevive de sus glorias pasadas. En esas se lanza al mar, como a diario, pero esta vez a diferencia encuentra un pez formidable y enorme y luchará con él durante tres días con sus noches, dejándose llevar por el anzuelo ensartado, agotándole y recogiéndole el carrete con decisiva lentitud, hasta matarlo. El pez, sin embargo, es tan grande y el viejo tan viejo, y solo, que no lo puede montar en la barca, y lo amarra a estribor.

               Este, empero, no ha sido un crimen perfecto, y el arponazo final ha esparcido la sangre del pescado y ha atraído a un tiburón. Y el pez gigante, ya mordido y desgarrado, seguirá atrayendo tiburones en las siguientes innúmeras horas que tardará en llegar a la Habana (y el viejo, herido, sabe además desde ese primer mordisco de tiburón que llegarán otros más y que probablemente se le comerán todo el pescado formidable que pescó y, antes de las muchas luchas que le quedan, ya puede anticipar su fracaso). Y aunque el viejo con todos los tiburones luchará, y a todos matará o atontará, finalmente llega a puerto, y casi muerto del agotamiento y las heridas, llega sólo con el esqueleto del pez más formidable y grande que jamás nadie vio, amarrado a estribor.


El mar como símbolo nunca es orgullo ni vanidad, y aunque cambiante y veleidoso, todo en él es profundidad y firmeza, aun en la orilla. Pero otra puede ser la historia con aquel que lo contempla y lo llama mar. Y por momentos se siente uno mismo como Santiago y su anhelo vacío, y su gloria exigua, y su ánimo frustrado de representación. Aunque no. Se siente uno mismo pero como el lastre, todavía pesado, de ese esqueleto gigante de aquello que no fue y que no distinguimos quién carga ni quién mordió.
            Y no sólo entonces es sentirse uno un monumento sin vida o el triunfo que pudo ser, sino el botín y trofeo frustrado de otro, y ese otro mismo al tiempo, y se siente entonces uno como Santiago, cansado, el esqueleto formidable, y los múltiples tiburones que lo devoraron y luego murieron. Y es ahí entonces que, siempre contemplando el horizonte marino, y pendulando la concentración en sus flujos, se siente uno como ese esqueleto maravilloso; ese esqueleto imponente y sin duda lleno de mérito, único en este puerto mediocre; esqueleto magnífico que señala el no triunfo, y con ello no sólo el fracaso, sino también la innecesaridad de la empresa en conjunto.