Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

January 27, 2012

Desde el subsuelo

Soy un hombre enfermo. Soy un hombre despreciable. Soy un hombre de escaso atractivo físico. Pero me rehúso, desde el fondo de mi escasa voluntad, a visitar un doctor o tomar algún medicamento. Después de todo, aborrezco sin consideración ni matices el aparato de la salud en conjunto y, para mayor perjuicio, estoy enfermo pero de resentimiento.

Memorias del subsuelo, novela “adolescente” de Dostoyevski, cual drama griego en tiempos clásicos, ocasionó en mí un auténtico proceso de catarsis, o qué digo, de empatía. El texto despertó un resentimiento que sólo había venido destilándose desde hace años pero de a goticas. Y, aun después de tan fructífera lectura, no creo haber acumulado al menos un trago completo de su hiel.
             Como sea, pensé en los compañeritos de colegio en mi niñez que me hicieron sentir bruto, pobre y débil —sí, vos, Natalia hija de la chingada—; recordé aquellos del bachillerato y que se pavoneaban ruidosamente con sus estupideces —me prometí que no te escaparías, Naranjo maricón—; me exalté con el eco de los comentarios, ya en la facultad, de todos esos homúnculos care seminaristas y de inteligencia superior a la de un mosquito —ni merecen mención acá, filosofastros de la mierda. Iracundo, a este punto decidí sosegarme un poco y me preparé una agüita de manzanilla con hojas de apio, según dicen muy buena para los nervios y la presión. Quise traer recuerdos de arcoíris iridiscentes y aureolas boreales inimaginadas pero, finalmente, ya era tarde.

             Recobré mi rabia por los gringos inflados, por los commonwealths solapados, por los europeos hipócritas —todos en conjunto desde las Azores hasta los Urales—, por la plaga sin alma que son los chinos y, cómo no, por el insufrible potpurrí que es la raza cósmica latinoamericana. En esas evoqué a mi Medellín, ciudad frívola y superflua, empecinada en sus cirugías estéticas mientras se pudre y hiede en su interior. Recordé a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos, a mis primos, a los amigos de mis padres, a mis mejores amigos que no contestan emails y a los que los contestan con condescendencia; a las chicas que me dejaron plantado, a las que dejé, a mi novia, a mis profesores, a mis jefes, a mis alumnos, a mis vecinos, y en el recuerdo de todos, me regodeé a plenitud despreciándolos.

Nuestro decadente siglo XXI, agónico desde su nacimiento, no da para más. ¡Y cuánto detesto esas voces optimistas que todavía tienen fe en el progreso, o en la ciencia, o en la religión o en el arte! Así, vivo mi vida desde el encierro del viaje, aislado en un rincón cambiante, alimentándome con el consuelo inútil de que un hombre inteligente no puede llegar a ser nada con seriedad, y que sólo los imbéciles se convierten en algo.
             Y que conste, entre paréntesis, que antes del pendejo de Paul de Man, y como si tuviera alguna relevancia esta discusión, ya Dostoievsky nos decía que una autobiografía veraz es casi una imposibilidad, y que un hombre está necesariamente inclinado a mentir sobre sí.

January 22, 2012

El joven y el mar

Toda la vida oyendo hablar de El viejo y el mar, de Hemingway —ochenta paginitas que se dicen y leen fácil— y apenas ahora le arrimo el bizco. Toda la vida, además, queriendo vivir el mar a plenitud, sin afanes ni límites, como su horizonte, como el mar océano mismo.
            Combinar lecturas marítimas con la brisa de las olas, en la arena, sin embargo, no fue premeditado. Y cuando se tiene la posibilidad de instalarse cerca de la playa, y se abre el texto, ya pronto molesta ese brillo y reflejo del sol empecinado, y la insistencia de esa ola ruidosa y que no parará jamás de estrellarse contra las rocas, o el sonidillo como de cascabel del reflujo pendular que trae y se lleva cualquier posible concentración lectora. Así, concluye uno, montañero que es uno, y contradictorio y nostálgico, anhelando el aire frío de la montaña en encierro silencioso, el buen sofá donde desparramarse sin viento ni arena, y la opacidad apropiada para no encandilar más este desgastado ojo izquierdo.


 Pero decía que no hay premeditación en la conjunción de la experiencia lectora con la playera. Aunque, no por ello, las dos experiencias no puedan dialogar como señoras corteses. Y así sucede que el viejo de la novela —ya realmente viejo— y el joven lector —no tan joven como sabemos—, parecen compartir un sino que, si no trágico y poético, al menos sí melodramático.

            Santiago, el viejo pescador, lleva como 70 días sin pescar y apenas sobrevive de sus glorias pasadas. En esas se lanza al mar, como a diario, pero esta vez a diferencia encuentra un pez formidable y enorme y luchará con él durante tres días con sus noches, dejándose llevar por el anzuelo ensartado, agotándole y recogiéndole el carrete con decisiva lentitud, hasta matarlo. El pez, sin embargo, es tan grande y el viejo tan viejo, y solo, que no lo puede montar en la barca, y lo amarra a estribor.

               Este, empero, no ha sido un crimen perfecto, y el arponazo final ha esparcido la sangre del pescado y ha atraído a un tiburón. Y el pez gigante, ya mordido y desgarrado, seguirá atrayendo tiburones en las siguientes innúmeras horas que tardará en llegar a la Habana (y el viejo, herido, sabe además desde ese primer mordisco de tiburón que llegarán otros más y que probablemente se le comerán todo el pescado formidable que pescó y, antes de las muchas luchas que le quedan, ya puede anticipar su fracaso). Y aunque el viejo con todos los tiburones luchará, y a todos matará o atontará, finalmente llega a puerto, y casi muerto del agotamiento y las heridas, llega sólo con el esqueleto del pez más formidable y grande que jamás nadie vio, amarrado a estribor.


El mar como símbolo nunca es orgullo ni vanidad, y aunque cambiante y veleidoso, todo en él es profundidad y firmeza, aun en la orilla. Pero otra puede ser la historia con aquel que lo contempla y lo llama mar. Y por momentos se siente uno mismo como Santiago y su anhelo vacío, y su gloria exigua, y su ánimo frustrado de representación. Aunque no. Se siente uno mismo pero como el lastre, todavía pesado, de ese esqueleto gigante de aquello que no fue y que no distinguimos quién carga ni quién mordió.
            Y no sólo entonces es sentirse uno un monumento sin vida o el triunfo que pudo ser, sino el botín y trofeo frustrado de otro, y ese otro mismo al tiempo, y se siente entonces uno como Santiago, cansado, el esqueleto formidable, y los múltiples tiburones que lo devoraron y luego murieron. Y es ahí entonces que, siempre contemplando el horizonte marino, y pendulando la concentración en sus flujos, se siente uno como ese esqueleto maravilloso; ese esqueleto imponente y sin duda lleno de mérito, único en este puerto mediocre; esqueleto magnífico que señala el no triunfo, y con ello no sólo el fracaso, sino también la innecesaridad de la empresa en conjunto.