Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

February 28, 2012

Nueve días



Sin escarmentar en mi ánimo cosmopolitan, pasé una temporada con la comunidad indígena de los huicholes, en San Andrés Cohamiata, en la Sierra del Gran Nayar, entre Nayarit y Jalisco. Nueve días con sus noches durmiendo en el suelo, con frío o mucho frío, exceso de polvo y viento, rodeado de gente que no quería hablar español, y atrapado en soliloquios corrientes. Entonces, en medio de esta aparente desolación, recordé —no muy bien la verdad, que el exceso de té verde ha dejado sus secuelas— la novela Nueve Noches, del carioca Bernardo Carvalho.  
              En esta, un narrador investiga el suicidio de un prometedor antropólogo gringo que vivió —creo— con la comunidad de los krahos en la Amazonía brasilera. El narrador investigador decide él mismo internarse con esta comunidad, o lo que queda de ella cuarenta años después, pero constata que sus impresiones no concuerdan con los imaginarios aprendidos. Nos dice —creo recordar— que las prácticas familiares de los krahos son incestuosas, sus danzas y ritos ridículos, la incomodidad reina sus vidas y su comida es asquerosa. No quiere que lo toquen, ni que le corten el pelo, o lo pinten con jenipapo, o lo hagan bailar y se rían de él, y finalmente, asume como hipótesis que la insufrible vida cotidiana de esta comunidad humana arrojó al pobre gringo hacia su propia muerte.
              Mi experiencia —creo—, fue diferente, y ciertamente en poco coincide con la lectora, pero que se me excuse el acomodo. Llegué directo a la casa de Juventino el maraakame —chamán, pagé, taita, abuelo, medicine-man—, quién ya entre sueños estaba anunciado de mi llegada. Él, encargado de perpetuar los saberes ancestrales de su comunidad, hablaba con dificultad el español y lo mismo ocurría con su grupo doméstico de 25 personas. Así entonces, obligado, y decidido, intenté abrir puertas de percepción no sólo mediadas por el lenguaje verbal, con la intención genuina de aprender de ellos.
Sin embargo, de su sincretismo religioso —una mezcla de los elementos sagrados: el maíz, el peyote y el venado, junto a un altar repleto de imágenes de la virgen de Guadalupe y alguna otra imagen del dios crucificado y sangrante—, no comprehendí mucho. Sin embargo, ante la afición infantil por cazar pajaritos a pedradas y luego amarrarlos de un cinto y agitarlos en el aire para que semejen volar, presencié, cual epifanía, el espíritu creador que subyace en la niñez —tal y como nos lo enseñara Zarathustra. De su compulsión por talar árboles percibí que preparaban una fiesta multitudinaria y necesitarían fuego permanente; y entendí también que traía yo demasiados discursos urbanos que difícilmente encontraban correlación en la práctica. Y de la socialización, noche tras noche, con la familia en pleno alrededor del fuego, hablando y sólo interrumpiendo para reírse, bajo el efecto mágico de las estrellas y la fuerza indefinible de todo lo viviente, intuí que extrañaba casi filialmente una conexión a internet. De otro lado, como hablaban y reían todo el tiempo, ejecutores de una felicidad ausente de vanidad, sorna o envidia, y asimismo de silencio, más de una vez tuve que huir, ya impaciente.
              El tiempo pasaba armónicamente. Cargué agua del riachuelo a la casa, los ayudé a traer un becerro a horas de camino y pretendí partir leña con ellos, aunque mis manos delicaditas no soportaron la percusión del hacha contra el roble y, tras diez minutos, de un solo tajo, ya tenían ampollas sangrantes que me inhabilitaban. Noche tras noche junto al fuego, sin embargo, disfruté del calor de esa leña que fui incapaz de cortar. Me preguntaron qué comían en mi tierra y les respondí que el mismo maíz con los mismos frijoles y arroces y papas y aguacates y se maravillaron con la torpe descripción de lo que sería una yuca. Luego, conmovidos, explotaron en algarabía con la imagen de un “verde de todos los colores”, y el relato de las lluvias sin tregua que han azotado mi tierra en los últimos años. No supe si su reacción fue de añoranza, o de auténtica ironía.
               Los días siguieron pasando, uno tras otro como se acostumbra, y llegando a mi último día, Juventino el maraakame me hizo entender con dificultad pero certitud la imposibilidad de tomar peyote: la toma que desde hace días habíamos acordado. Según parece se contaban varios casos de ‘gringos’ viajeros que habían terminado desnudos, saltando, gritando y persiguiendo versiones de gnomos que los invitaban a seguirlos en mitad de la noche. Nada, es de reconocer, ni a él ni a su familia, les aseguraba que mi caso pudiera ser diferente. Y yo, un hombre sin entrenamiento en las altas lides espirituales ni recorrido en los caminos de la sabiduría ancestral, no pude mas que resentirme, dudar de Juventino y sus dotes y por extensión de su familia en pleno y su aparente felicidad: me llené de orgullo, vanidad, ira, y me prometí vengarme.
              La última noche, ante algunas preguntas suyas sobre mi ciudad  —mi mundo—, les di información de más sobre drogadicción, prostitución y delincuencia: bazuco, pegante, crystal meth; niños y niñas y animales domésticos; sicariato, extorsión, estupro. Sin dar tregua a sus bocas atónitas, y a sus miradas pávidas, pasé a confrontar su extraño sincretismo y pregunté que si entre ellos también era natural el matrimonio entre personas del mismo sexo, o que un hijo tuviera dos papás, o dos mamás; o que si no tenían algún pariente o amigo que hubiera nacido con el género equivocado y lo hubiera corregido, y pasé a darles algunos ejemplos de amigos y familiares. Boquiabiertos los más viejos, risueños pero acallados los más jóvenes, les di las buenas noches, hice la reverencia ante el fuego sagrado, y me fui a dormir. O mejor dicho, fui a mi tienda y solitario, sin miramientos ni culpas, me comí un paquete entero, gigante, de galletas de chocolate.

El ánimo es cambiante, sin embargo, y el orgullo pasajero: inermes frente a un mensaje contundente, inermes frente al canto. Y para que no quede duda, y para que lo entiendan ustedes también, damas y caballeros, leidis an gentlemans, ukichi eku ukari, desde San Andrés Cohamiata, en un día seco y frío como tantos, un día más y un día menos, que no importa, con ustedes, Lupe y Juventino: