Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

October 29, 2011

On the Rail


A Mike lo conocí por internet, en una de esas comunidades virtuales para viajeros y él, confiando en mi vago perfil, decidió recibirme en su casa en L.A. Yo llevaba ya un tiempo viajando y sumado a eso se había juntado un momento de cambio repentino en mi vida —sin novia, trabajo ni ocupación en la Costa Este— y todo indicaba que el viaje debía continuar.
            Haciendo maletas, dejando y botando, encontré On the Road, de Jack Kerouac, publicado en 1957. Lo había comprado años atrás pero nunca logré superar sus primeras páginas. Este, libro iniciático para las juventudes rebeldes gringas que sueñan con atravesar el país a dedo —pidiendo aventones, con cien dólares en los bolsillos y una muda extra de ropa—, fue a su vez un libro iniciático para jóvenes escritores que encontraron en el automatismo de su escritura la forma de conciliar el rigor de la letra con la espontaneidad de sus vivencias viajeras, musicales y alucinógenas. Lo mío, sin embargo, sólo era una travesía sosa en tren durante cuatro días y necesitaba algo para leer en esas largas horas en que hasta el más bonito o inimaginado de los paisajes se haría rutinario.

                           
Llegué un sábado a NY Penn Station, cargado de equipaje y un fiambre que esperaba me durara al menos dos días —unos sánduches de salmón ahumado con aguacate y queso que madrugué esa misma mañana a preparar, frutas, agua y algunas chucherías. Por fortuna una vez a bordo del tren Lake Shore Limited no tuve que compartir asiento con nadie y pude estirar tranquilo mis largas piernas.
            El tren comenzó su travesía rumbo al norte, bordeando el río Hudson, en un paisaje colorido de tonos amarillosos y rojizos de otoño. Continuó la marcha y fue parando en Poughkeepsie, Albany, se hizo de noche, Rochester, la horrible Buffalo y Cleveland, hasta que caí dormido. A la mañana siguiente, luego de atravesar masas y masas de rezagos industriales, ennegrecidos y desolados, y diecisiete horas después, finalmente llegamos a Chicago donde me esperaba una escala de seis horas y un trasbordo. “The Wind City” se presentó benévola en su temperatura y pude caminar durante horas en aquel domingo soleado: del downtown al lago Michigan al Millenium Park: tomé fotos, me quité los zapatos, me bañé a medias en una fuente, y me asoleé. A las 3,45 de la tarde abordé el Southwest Chief y de nuevo tuve un asiento solitario a mi lado en el cual poder seguir estirando mis largas piernas.
            Al poco tiempo de salir de la ciudad ya se abrían en el paisaje maizales interminables y brillantes que me hicieron evocar el espíritu industrioso de Monsanto, el exceso de edulcorantes de maíz en todos los alimentos procesados, y el empobrecimiento del campo mexicano luego del ALCA y que generó millones de migrantes indocumentados. Un par de horas después, y como Sal el narrador de Kerouac, también me excité —sin anglicismo incluido— al cruzar el Mississipi, aunque no alcancé a tomarle foto.
            Las paradas siguieron ordenadamente, una tras otra por supuesto, y nos detuvimos en La Plata, en Kansas City —la mítica ciudad de Vaughn—, ya de noche, y dormí y desperté y al día siguiente paramos en Topeka, La Junta, Trinidad, Raton, y Las Vegas, entre muchas otras que no podría recordar. En cada parada del tren me bajé, por diez o quince minutos para respirar un poco el aire de cada lugar y con ello aprehender un poco más de este, y bla bla bla; para hacer un poco más concreto mi paso por el país, legitimizar mi vanidad de viajero, decir que conocí, y bla bla bla.

                           
Atravesé valles boscosos y bordeé ríos anchos y calmos durante horas; desiertos rocosos sin dunas ni cactus; montañas y planicies terrosas con picos nevados a lo lejos; vi manadas de alces bordeando arroyos, venados y un zorro, y en esta ocasión ningún oso desesperado se aventó a los rieles. Horas después en Albuquerque hicimos una escala de una hora y me fui a caminar por la ciudad, a comprar doritos y chocolatinas twix para lo que me faltaba de viaje, y una cocacola helada con hielo. Pero —siempre a mí—, una vez de regreso a mi puesto me encontré con una señora ocupando el puesto del lado. Era una situación realmente odiosa. Todos a mi alrededor seguían intactos, solos en sus sillas dobles, y yo parecía ser el único que ahora se incomodaba. Y para mayor perjuicio, ¡Marthica!, no sólo resultó ser más entradora que cualquiera de mis tías sino que además era argentina y hablaba hasta por los codos.
   
A Mike, repito, lo conocí por internet y sabía que era actor y dramaturgo, tenía sesenta años y más de mil quinientos amigos en facebook. No sabía si era un viejo cacorro en busca de muchachos, un alcohólico explosivo o un religioso empedernido. Con él hablé desde el tren mientras atravesaba esas planicies desérticas de Arizona la noche antes de llegar, y volvimos a hablar la mañana siguiente desde la estación en que me dio las indicaciones para llegar a su casa.
            On the Road superó mi voluntad lectora automática y me aburrió. Sólo llegué a la página ochenta de sus doscientas ochenta. Me faltaba mucho para el final pero yo ya estaba en el final de ese trayecto. Ya pues, sin ánimo redentorio, nos encontrábamos el libro y yo, como luego diría Mike, in the middle of the road.