Pues porque sí

¡Porque hay males que ya llevan milenios!

¡Porque son mejores cien pájaros volando!

¡Porque incluso en literatura, nada está escrito!

July 24, 2013

El día en que Junot Díaz

I
Fue un viernes de octubre, de temperatura todavía clemente en las praderas urbanas de Iowa City. Los lugareños se reunían en las hamburgueserías de siempre y nada indicaba un evento singular. Sólo algunos árboles presagiaban el otoño. No hubo invitaciones a través de un carro parlante, nadie anunció las pulgas amaestradas ni el perro que ladraba canciones de amor. Las apariencias, comúnmente confiables, no delataron el evento: Junot Díaz, el laureado escritor de minorías, inmigrante dominicano, criado en un gueto del horrible New Jersey, ganador del Pullitzer en el 2008 y recientemente galardonado con la MacArthur Fellow, pasaría un día, bueno, casi un día, en la pintoresca localidad de Iowa City.
Todo comenzó a las 3 pm. La estrella fugaz daría una pequeña sesión de “Q and A”, preguntas y respuestas, en el auditorio del afamado programa de escritura creativa. Junot llegó puntual al pequeño auditorio y para sorpresa de muchos no venía escoltado por un cordón de seguridad. Vestía ropa informal, casi juvenil, y lucía unas gafas de marco grueso y lentes, como dicen, culo de botella. Tras una breve presentación se dirigió a la audiencia: “en qué les puedo ayudar”. El público obedeció y comenzaron las preguntas: sobre sus voces femeninas en primera persona, sobre aspectos ocultos en la literatura, sobre la construcción de cuentos. Junot se movía con gracilidad, agachaba la cabeza, frotaba su ceño, la chivera y respondía con suficiencia. Cual joven del gueto que su literatura representa, a cada frase soltaba varios shits, fucks, damns y dudes, entremezclados con deconstrucciones, significantes y demás. Parecía un tipo callejero, en especial en un ambiente en el que nadie lo es. Era como una extraña personificación de un nerdo pandillero que fuma marihuana y se aparea como loco, mientras enseña en MIT y refugia sus temores y soledades entre los libros.
Llegó la hora de los leones y la corrección de la academia gringa, junto con la concepción del papel social de la literatura, pronto sacaron sus garras. Diferentes asistentes pasaron a preguntar por sus personajes machistas, las mujeres con culos grandotes y la mucha infidelidad masculina. Junot, con la cabeza metida en las fauces de una leona, se defendió diciendo que sólo representaba tipos sociales. El publicó se estremeció. Habló de los diferentes niveles de lectura de sus textos, de las líneas ocultas, de la violación subyacente que su protagonista masculino había sufrido y que nadie parecía percibir ni sopesar en sus críticas. Quiso entonces pasar a galopar la fiera, pero imposible, la acusación ya estaba hecha. Insistieron en que él, con su literatura, repercutía valores patriarcales. Una señora a mi lado bostezó con ruido. Un joven al frente mío susurraba frases, en apariencia obscenas, al oído de su acompañante. El público quería sangre, acción, puro entretenimiento.
Cuatro años atrás, acabado de recibir su premio Pullitzer, asistí a otra de sus funciones, también por azar, esa vez en la ciudad de New Brunswick. En ese entonces apenas aprendía a lanzar los cuchillos. Era inevitable ahora no hacer comparaciones, y era imposible no advertir cómo el performance se hacía cada vez más afectado y transgresivo, cada vez más afianzado en su papel. Ahora lograba incomodar los códigos de corrección y buenas maneras de los círculos letrados. Ahora el público reía más. Los largos ensayos y repeticiones estaban dando resultados.
    
II
En las praderas bucólicas de Iowa City no todo es contingencia natural. La realidad se interfiere, como buenos protestantes, y definimos el curso de los eventos. Gracias a los contactos del departamento de español asistí a una cena en uno de los restaurantes más exclusivos del poblado. Allí, en selecto grupo, departiríamos con Junot. Éramos diez en total, nueve los elegidos: el organizador del evento, dos poetisas de nacionalidades exóticas, y cinco invitados arbitrarios, azarosos, que tuvieron la extraña suerte de conocer al organizador. Yo no era un elegido, ni exótico, ni aun un amigo: era simplemente el cronista. Llegué a la hora convenida. Nos presentaron, estreché su mano, y él me miró. No había allí guardaespaldas de lentes oscuros y movimientos paranoides. Para mi frustración laboral terminé sentado en la silla opuesta a Junot, lo más lejos posible de él.
Una mesera de sonrisa rígida, como era usual, nos trajo el menú. Los precios estaban un poco altos y, pensé con júbilo, algo bueno debía tener ser el cronista: la casa, alguna casa, invita. A mis lados tenía un par de jóvenes que estudiaban su pregrado en logística de eventos —la especialización de la universidad gringa, y del mundo contemporáneo, no para de sorprender. Intercambié con ellas cinco frases y fue suficiente. Intercambié otro par con los otros invitados vecinos y fue suficiente. Pronto descubrí, una vez más en la vida, que estaba en el lugar equivocado. No me refiero a mis vecinos, ni a la distancia del objetivo periodístico, sino a la escena en conjunto. Todos parecían divertirse y yo me sentía como un idiota, como un groupy frustrado. Debía hacer algo: sonreír para empezar, tomar más cerveza. Atender interesado las palabras del punto de fuga. Mirar las caras de los otros y volver al centro. Sonreír. Al menos la comida sería buena y valdría en algo toda esa tensión. Me sudaban las manos y tenía un vacío en el estómago. Me vinieron recuerdos similares a la mente: terminar en la misma mesa con una autoridad en donde la conversación no fluye, en el fondo no me importa que fluya, ni el sujeto, pero todos giramos en torno suyo.
Aproveché entonces para llamar su atención al otro extremo de la mesa y pregunté alguna generalidad sobre su visita en Iowa, el taxi, el clima, algo así. Él respondió amable, considerado, y se desentendió de mí. Junot Díaz hablaba y todos escuchábamos. Habló de cine chatarra categoría z, con plena autoconciencia de ello, y habló de su vida en Rutgers, en Cornell, en MIT. Habló de tonterías, como un tipo normal que habla de mujeres con sarcasmo, cine, ciudades, comida y, otra vez, el clima. También, cómo no, autoconsciente de sus conversaciones de señor vestido como un adolescente, ahora decía menos fuck, dude, damn y shit dentro de cada frase autoconsciente. Yo no paraba de sonreír, como todos, ya comiéndome mi rodajita de salmón. Pensaba luego en la idiotez de mi sonrisa, en lo artificiosa y protocolaria, y pasaba a maldecir mi presencia allí. No paraba de sonreír. Hice un último intento por llamar la atención y le pregunté algo sobre Cornell. Cualquier cosa, digamos, sobre el clima o los bares, estaba claro que éramos todos tipos comunes autoconscientes que hablaban tonterías. Él respondió amable y prolongado. Yo no paraba de parpadear y sonreír. Tampoco paré de pensar en la inutilidad de mi presencia. Comenzaba también a sentir un sueño irreprimible. Pero un choque intempestivo, un golpe de realidad, me despertó. Llegó a mis manos la cuenta separada. 35 pesos por una entradita de dieta y una cerveza. Saqué mi tarjeta sin dejar de sonreír. Miré en todas las direcciones y me pareció entrever la razón ulterior del porqué nuestro anfitrión y la estrella no consumieron nada. Dijeron que se les antojaban unos tacos en un restaurante popular mexicano, no muy lejos de allí. Yo no paraba de sonreír, preguntándome, también, qué hacían todas esas personas allí, sonrientes como yo, espejos los unos de los otros, mudos. Quizá para ese momento se sentían tan sorprendidos como yo, y arrugaban el recibo de pago entre los dedos.

III
La entrada al Englart Theater estuvo precedida por una extensa fila. El fenómeno literario del año, la estrella que más refulgía, cual última mazorca de maizal iowano, haría una lectura. El auditorio estaba repleto. El esquema de seguridad era invisible, perfecto. El mismo anfitrión de mi cena privilegiada fue el maestro de ceremonias. Y tras la necesaria introducción que lo ubicaba en nexos casi de parentesco con el ídolo, el relato pormenorizado de cuando leyó su primer libro, y la anécdota del mágico azar que los hizo conocerse, sería Junot quien se extendería en agradecimientos para su amigo, aquel buen amigo que lo llevó a comer tacos mexicanos populares.
Las luces se apagaron, dos reflectores potentes alumbraron el proscenio y comenzó la función. El equilibrista, a metros del suelo, y sin red de protección, habló de la hipocresía constitutiva de la cultura, expresada, por ejemplo, en el mercado editorial. El público contuvo su euforia. ¿Por qué —prosiguió cambiando de vértice y trastabillando intencional sobre la cuerda—, nunca hablamos de literatura blanca o masculina, y en cambio se repiten los rótulos de literatura hispana, afroamericana, femenina, gay? Se escucharon algunos “ohhhs”, como epifánicos, y una que otra risa nerviosa.
El mago entonces hizo un movimiento con su capa, un clic con sus dedos y regresó, como un cargo de consciencia, la pregunta de la tarde: por qué su literatura quería perpetuar valores patriarcales y cosificadores femeninos. El auditorio en pleno no parpadeó. El nigromante se quitó el sombrero de copa, mostró su interior al público y con movimiento ágil descubrió el truco: hay que diferenciar los terrenos del arte y del pensamiento crítico. La señora a mi lado suspiró. Los chicos de la silla trasera chiflaron. Yo me distraje con las luces y tuve que preguntar al vecino qué había dicho.
Era la hora de los payasos y un imprudente desde los palcos preguntó en qué pensaba gastar el medio melón que acababa de ganar. Timoteo, luego de jalarse la nariz y descubrir su rostro maquillado en exceso, y un lagrimón mal dibujado, indicó que un porcentaje iría a los proyectos y activismos que usualmente apoyaba, protección de animales, causas ecológicas, inmigración o racismo, o todas juntas. Casi todos soltaron una carcajada. Yo aplaudí con fuerza y grité “otra, otra”.
Al menos un par de miles de personas se habían reunido para la función. Y el artista no defraudó a su público curioso, y lo hizo reír, reflexionar, conmoverse, y en cierta medida, lo escandalizó —justo cuando el motociclista se metía al Círculo de la Muerte, unos padres de familia sacaron a tirones a sus hijitos y les evitaron esas referencias directas al sexo sucio, a los niggers, y a la escasez de inmigrantes en estos lares tan ricos e industriosos. Todos nos reímos, suspiramos, reflexionamos y nos escandalizamos de nuevo, en cierto sentido, cómplices. Y al final, aplaudimos incesantes, de pie, y el artista nos concedió una segunda venia. Pero la magia de las bambalinas, sus luces, destellos y efectos sonoros llegaba a su fin.

IV
La visita de Junot dejó un eco en el pueblo, tras los gritos de los pájaros que ya comenzaban su migración hacia el sur. Los trabajos del campo, ordeñar las vacas y los cerdos, granar la cosecha, se vieron de golpe renovados por el paso de este circo profano, con mujer barbuda, niña contorsionista que fuma con el pie y entrenador y taquillero que acumula problemas de alcohol y denuncias por pederastia en cada pueblo que pasa. Durante un par de días Junot alimentaría nuestro imaginario, nuestras conversaciones en el café, nuestras tardes en los potreros: quién se lo hubiera imaginado tan intelectual, con esa literatura tan vital y callejera, dijeron algunos con su admiración de provincia. Quién lo hubiera pensado tan amanerado, con ese dominicano lujurioso que representa en sus textos, dijeron los alfas del pueblo, un poco decepcionados. Y cómo era eso que un escritor también podía hacer las veces de stand up comedian, decían entre muchísimas copas escritores tartamudos, tímidos incluso de ordenar la siguiente cerveza. Días después llegó el rumor de una parroquia vecina. El grupo coral del programa de escritura creativa había quedado ofendido, ante sus provocaciones reiterativas de género, cultura patriarcal y heteronormatividad. Pero pasó, como todo, y lo olvidamos. Llegó el invierno con sus vientos fríos que todo lo limpian y nos sentamos de nuevo junto al hogar a contarnos historias de bestias desaparecidas, plagas y el futuro de estos campos.


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