I
Fue un viernes de octubre, de temperatura todavía clemente en las
praderas urbanas de Iowa City. Los lugareños se reunían en las hamburgueserías de siempre y nada indicaba un evento singular. Sólo algunos
árboles presagiaban el otoño. No hubo invitaciones a través de un
carro parlante, nadie anunció las pulgas amaestradas ni el perro que
ladraba canciones de amor. Las apariencias, comúnmente confiables, no delataron
el evento: Junot Díaz, el laureado escritor de minorías, inmigrante
dominicano, criado en un gueto del horrible New Jersey, ganador del Pullitzer
en el 2008 y recientemente galardonado con la MacArthur Fellow, pasaría un día,
bueno, casi un día, en la pintoresca localidad de Iowa City.
Todo comenzó a las 3 pm. La estrella fugaz daría una
pequeña sesión de “Q and A”, preguntas y respuestas, en el auditorio del
afamado programa de escritura creativa. Junot llegó puntual al pequeño
auditorio y para sorpresa de muchos no venía escoltado por un cordón de seguridad. Vestía ropa informal, casi juvenil, y lucía unas gafas
de marco grueso y lentes, como dicen, culo de botella. Tras una breve
presentación se dirigió a la audiencia: “en qué les puedo ayudar”. El público obedeció
y comenzaron las preguntas: sobre sus voces femeninas en primera persona, sobre
aspectos ocultos en la literatura, sobre la construcción de cuentos.
Junot se movía con gracilidad, agachaba la cabeza, frotaba su ceño, la
chivera y respondía con suficiencia. Cual
joven del gueto que su literatura representa, a cada frase soltaba varios
shits, fucks, damns y dudes, entremezclados con deconstrucciones, significantes
y demás. Parecía un tipo callejero, en especial en un ambiente en el que nadie lo es. Era como una extraña personificación de un nerdo
pandillero que fuma marihuana y se aparea como loco, mientras enseña en MIT y
refugia sus temores y soledades entre los libros.
Llegó la hora de los leones y la corrección de la
academia gringa, junto con la concepción del papel social de la literatura,
pronto sacaron sus garras. Diferentes asistentes pasaron a preguntar por sus
personajes machistas, las mujeres con culos grandotes y la mucha infidelidad
masculina. Junot, con la cabeza metida en las fauces de una leona, se defendió diciendo que sólo representaba tipos sociales. El publicó se estremeció. Habló de los diferentes niveles de lectura de sus
textos, de las líneas ocultas, de la violación subyacente que su
protagonista masculino había sufrido y que nadie parecía percibir ni sopesar en sus
críticas. Quiso entonces pasar a galopar la fiera, pero imposible, la acusación ya
estaba hecha. Insistieron en que él, con su literatura, repercutía valores
patriarcales. Una señora a mi lado bostezó con ruido. Un joven al frente mío
susurraba frases, en apariencia obscenas, al oído de su acompañante. El público
quería sangre, acción, puro entretenimiento.
Cuatro años atrás, acabado de recibir su premio Pullitzer,
asistí a otra de sus funciones, también por azar, esa vez en la ciudad de New Brunswick. En ese entonces apenas aprendía a lanzar los
cuchillos. Era inevitable ahora no hacer comparaciones, y era imposible no advertir cómo el performance se hacía
cada vez más afectado y transgresivo, cada vez más afianzado en
su papel. Ahora lograba incomodar los códigos de corrección y buenas maneras de
los círculos letrados. Ahora el público reía más. Los largos ensayos y
repeticiones estaban dando resultados.
II
En las praderas bucólicas de Iowa City no todo es
contingencia natural. La realidad se interfiere, como buenos protestantes, y
definimos el curso de los eventos. Gracias a los contactos del departamento de
español asistí a una cena en uno de los restaurantes más exclusivos
del poblado. Allí, en selecto grupo, departiríamos con Junot. Éramos diez en
total, nueve los elegidos: el organizador del evento, dos poetisas de
nacionalidades exóticas, y cinco invitados arbitrarios, azarosos, que tuvieron
la extraña suerte de conocer al organizador. Yo no era un
elegido, ni exótico, ni aun un amigo: era simplemente el cronista. Llegué a la
hora convenida. Nos presentaron, estreché su mano, y él me miró. No había allí guardaespaldas de lentes oscuros y movimientos paranoides. Para mi frustración laboral
terminé sentado en la silla opuesta a Junot, lo más lejos posible de él.
Una mesera de sonrisa rígida, como era usual, nos trajo el menú. Los precios estaban un poco altos y, pensé con júbilo,
algo bueno debía tener ser el cronista: la casa, alguna casa, invita. A mis lados
tenía un par de jóvenes que estudiaban su pregrado en logística de eventos —la especialización de la universidad gringa, y del mundo
contemporáneo, no para de sorprender. Intercambié con ellas cinco frases y fue
suficiente. Intercambié otro par con los otros invitados vecinos y fue
suficiente. Pronto descubrí, una vez más en la vida, que estaba en el lugar
equivocado. No me refiero a mis vecinos, ni a la distancia del objetivo
periodístico, sino a la escena en conjunto. Todos parecían divertirse y yo me
sentía como un idiota, como un groupy
frustrado. Debía hacer algo: sonreír
para empezar, tomar más cerveza. Atender interesado las palabras del punto de
fuga. Mirar las caras de los otros y volver al centro. Sonreír. Al menos la
comida sería buena y valdría en algo toda esa tensión. Me sudaban las
manos y tenía un vacío en el estómago. Me vinieron
recuerdos similares a la mente: terminar en la misma mesa con una
autoridad en donde la conversación no fluye, en el fondo no me importa que fluya, ni el sujeto, pero todos giramos en torno suyo.
Aproveché entonces para llamar su atención al otro
extremo de la mesa y pregunté alguna generalidad sobre su visita en Iowa, el taxi, el clima, algo así. Él
respondió amable, considerado, y se desentendió de mí. Junot Díaz
hablaba y todos escuchábamos. Habló de cine chatarra categoría z, con plena
autoconciencia de ello, y habló de su vida en Rutgers, en Cornell, en MIT.
Habló de tonterías, como un tipo normal que habla de mujeres con sarcasmo,
cine, ciudades, comida y, otra vez, el clima. También, cómo no, autoconsciente de sus conversaciones de señor vestido como un adolescente, ahora
decía menos fuck, dude, damn y shit dentro de cada frase autoconsciente. Yo no paraba de sonreír, como todos, ya comiéndome mi rodajita
de salmón. Pensaba luego en la idiotez de mi sonrisa, en lo artificiosa y
protocolaria, y pasaba a maldecir mi presencia allí. No paraba de sonreír. Hice un último intento por llamar la atención y le pregunté algo
sobre Cornell. Cualquier cosa, digamos, sobre el clima o los bares, estaba claro que éramos todos tipos comunes
autoconscientes que hablaban tonterías. Él respondió amable y prolongado. Yo
no paraba de parpadear y sonreír. Tampoco paré de pensar en la inutilidad de mi
presencia. Comenzaba también a sentir un sueño irreprimible. Pero un choque intempestivo,
un golpe de realidad, me despertó. Llegó a mis manos la cuenta separada. 35 pesos por una entradita de dieta y una
cerveza. Saqué mi tarjeta sin dejar de sonreír. Miré en todas las direcciones y me pareció entrever la razón
ulterior del porqué nuestro anfitrión y la estrella no consumieron nada.
Dijeron que se les antojaban unos tacos en un restaurante popular mexicano, no muy lejos de allí. Yo no paraba de sonreír, preguntándome, también, qué hacían
todas esas personas allí, sonrientes como yo, espejos los unos de los otros, mudos. Quizá para ese momento se sentían tan
sorprendidos como yo, y arrugaban el recibo de pago entre los dedos.
III
La entrada al Englart Theater estuvo precedida por una extensa fila. El fenómeno literario del año, la estrella que más refulgía, cual última
mazorca de maizal iowano, haría una lectura. El auditorio
estaba repleto. El esquema de seguridad era invisible, perfecto. El mismo anfitrión
de mi cena privilegiada fue el maestro de ceremonias. Y tras la necesaria
introducción que lo ubicaba en nexos casi de parentesco con el ídolo, el relato
pormenorizado de cuando leyó su primer libro, y la anécdota del mágico azar que
los hizo conocerse, sería Junot quien se extendería en agradecimientos para su amigo, aquel buen amigo que lo llevó a comer tacos mexicanos populares.
Las luces se apagaron, dos reflectores potentes
alumbraron el proscenio y comenzó la función. El equilibrista, a metros del suelo, y sin red de protección, habló de la hipocresía constitutiva
de la cultura, expresada, por ejemplo, en el mercado editorial. El público contuvo su euforia. ¿Por qué —prosiguió cambiando de vértice y
trastabillando intencional sobre la cuerda—, nunca hablamos de literatura
blanca o masculina, y en cambio se repiten los rótulos de literatura hispana,
afroamericana, femenina, gay? Se escucharon algunos “ohhhs”, como epifánicos, y una que otra risa nerviosa.
El mago entonces hizo un movimiento con su capa, un clic con sus dedos y regresó, como un cargo de consciencia, la pregunta de la tarde: por qué su literatura quería perpetuar valores patriarcales y cosificadores femeninos. El auditorio
en pleno no parpadeó. El nigromante se quitó el sombrero de copa, mostró su
interior al público y con movimiento ágil descubrió el truco: hay que diferenciar
los terrenos del arte y del pensamiento crítico. La señora a mi lado suspiró. Los
chicos de la silla trasera chiflaron. Yo me distraje con las luces y tuve que
preguntar al vecino qué había dicho.
Era la hora de los payasos y un imprudente desde los
palcos preguntó en qué pensaba gastar el medio melón que acababa de ganar.
Timoteo, luego de jalarse la nariz y descubrir su rostro maquillado en
exceso, y un lagrimón mal dibujado, indicó que un porcentaje iría a los
proyectos y activismos que usualmente apoyaba, protección de animales, causas ecológicas, inmigración o racismo, o todas juntas. Casi todos soltaron una
carcajada. Yo aplaudí con fuerza y grité “otra, otra”.
Al menos un par de miles de personas se habían reunido
para la función. Y el artista no defraudó a su público curioso, y lo hizo reír,
reflexionar, conmoverse, y en cierta medida, lo escandalizó —justo cuando el
motociclista se metía al Círculo de la Muerte, unos padres de familia sacaron a
tirones a sus hijitos y les evitaron esas referencias directas al sexo sucio, a los niggers, y a la escasez de inmigrantes en estos lares tan ricos e
industriosos. Todos nos reímos, suspiramos, reflexionamos y nos escandalizamos de
nuevo, en cierto sentido, cómplices. Y al final, aplaudimos incesantes, de pie, y el artista
nos concedió una segunda venia. Pero la magia de las bambalinas, sus luces, destellos
y efectos sonoros llegaba a su fin.
IV
La visita de Junot dejó un eco en el pueblo, tras los
gritos de los pájaros que ya comenzaban su migración hacia el sur. Los trabajos
del campo, ordeñar las vacas y los cerdos, granar la cosecha, se vieron de
golpe renovados por el paso de este circo profano, con mujer barbuda, niña
contorsionista que fuma con el pie y entrenador y taquillero que acumula
problemas de alcohol y denuncias por pederastia en cada pueblo que pasa. Durante un par de
días Junot alimentaría nuestro imaginario, nuestras conversaciones en el café,
nuestras tardes en los potreros: quién se lo hubiera imaginado tan intelectual, con
esa literatura tan vital y callejera, dijeron algunos con su admiración de
provincia. Quién lo hubiera pensado tan amanerado, con ese dominicano lujurioso
que representa en sus textos, dijeron los alfas del pueblo, un poco
decepcionados. Y cómo era eso que un escritor también podía hacer las veces de stand up comedian, decían entre muchísimas copas escritores tartamudos, tímidos incluso
de ordenar la siguiente cerveza. Días después llegó el rumor de una parroquia
vecina. El grupo coral del programa de escritura creativa había quedado
ofendido, ante sus provocaciones reiterativas de género, cultura patriarcal y
heteronormatividad. Pero pasó, como todo, y lo olvidamos. Llegó el invierno con
sus vientos fríos que todo lo limpian y nos sentamos de nuevo junto al hogar a
contarnos historias de bestias desaparecidas, plagas y el futuro de estos
campos.